La reforma del Estado en términos económicos, financieros y laborales acapara la atención mayoritaria en esta coyuntura de verano. Es lógico: los comunes casos de toda suerte humana, en la Argentina, orbitan alrededor de esos ejes temáticos. Sin embargo, en términos estrictos de poder otra es la reforma central: la electoral. Quien diseña el régimen electoral, y pone las reglas de juego, es, en los hechos, el verdadero demiurgo del poder: es su hacedor.

Tanto es así que, en la arena del Congreso nacional, el primer traspié que ha tenido el oficialismo ha tenido que ver con la reforma electoral. En la Cámara Alta aglutinaron a todos los sectores no kirchneristas para elegir a las autoridades. En la Cámara Baja le torcieron el brazo a los “K” y terminaron organizando las principales comisiones con mayorías afines a los libertarios. Pero cuando quisieron darle dictamen en el Senado a la Boleta Única de Papel (BUP) no hubo consenso.

El instrumento

La propuesta de establecer BUP para las elecciones nacionales en todos los distritos recibió media sanción de Diputados a mediados de 2022. Si no se aprueba antes del 1 de marzo, perderá estado parlamentario. Por tanto, no es un asunto “nuevo”, sino un viejo tema cajoneado por los “K”. Lo nuevo, en todo caso, serán las ventajas que acarreará su implementación para la democracia.

Precisamente, la resistencia de peronistas, radicales y partidos provinciales a suscribir un dictamen tiene que ver con que la BUP permite que, en los centros de votación, haya igualdad de presencia de todas las propuestas, con absoluta prescindencia del peso de los “aparatos” estatales.

En el sistema actual, las papeletas volantes para sufragar van dentro del cuarto oscuro. Cada fuerza, mediante sus fiscales, debe garantizar su reposición constante. Los “aparatos” llevan ventaja. Si se establece la BUP, estos instrumentos de votación están en poder de la autoridad de mesa. Hay una por cada elector empadronado. Cuando el ciudadano entrega su DNI, le facilitan la BUP y el votante pasa al cuarto oscuro para marcar su preferencia. La participación de las minorías está garantizada.

Paralelamente, se terminan el robo o la destrucción de boletas, o la entrega de boletas “truchas” que luego son anuladas. También se extinguen el “voto cadena”, el “voto calzado” y otros vicios de las grandes estructuras despliegan. Con la BUP, “la lapicera” es del ciudadano, no del poderoso.

El sistema no es nuevo. Ya se usa para que sufraguen los electores privados de libertad y los residentes en el extranjero. Y se aplica desde hace varios años en Córdoba, en Santa Fe y en Mendoza. En todos los casos permite votar a todos los candidatos de un solo partido o, por el contrario, apoyar a una fuerza política en una categoría y, en otra, avalar a los postulantes de otra agrupación: el equivalente al “corte de boleta” en el sistema actual.

Finalmente, se ahorran miles de millones de pesos en impresión de las boletas actuales. El gasto político se reduce para los partidos políticos (fomentando la igualdad de oportunidades para fuerzas mayoritarias y minoritarias) y también para el Estado, que dejará de desembolsar sumas cuantiosas para que cada agrupación imprima las papeletas volantes actuales.

Claramente, si la BUP perjudica los intereses de alguien, ese “alguien” no es el pueblo.

Las candidaturas

Así como la BUP es un avance en materia de democracia electoral, la eventual eliminación de las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias (PASO) sería un retroceso.

Que los partidos definan en internas cerradas sus candidatos es un postulado que se agotó en la década de los 80. En esa década se celebraron las dos últimas grandes internas: la de la UCR, en 1983 (Alfonsín vs. De la Rúa); y la del PJ, en 1988 (Menem vs. Cafiero). Todo lo que vino después fueron acuerdos de cúpula para “arreglar” por “consenso” las candidaturas. Y cuando no se pudo, “acordar”, no hubo comicios internos, sino adefesios como los de 2003: el peronismo presentó tres candidatos a Presidente (Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y Néstor Kirchner) en simultáneo.

Las PASO, sancionadas en 2009 y estrenadas en 2011, democratizan esa instancia: los argentinos van a las urnas a definir dos cuestiones: qué fuerzas seguirán en carrera y cuáles serán los postulantes (en esa instancia son precandidatos). Después, van a votar a los candidatos. Pura democracia.

Ahora bien, las primarias caen en descrédito porque, en 2023, hubo elecciones todos los meses, entre febrero y noviembre. Ese carnaval de votaciones no es responsabilidad de las PASO, sino de que los comicios, en las provincias, se organizan con un criterio netamente especulativo. Y como el cuarto gobierno “K” era nacional pero no popular, las provincias peronistas (eran mayoría) buscaron separarse lo más posible de la elección nacional. Por caso, Tucumán fue la primera en despegarse: se llamó a votar en mayo y, fallo de la Corte nacional mediante, se terminó sufragando en junio.

En todo caso, sería más lógico sincronizar y unificar los comicios nacionales con los provinciales (con el consecuente ahorro en campañas electorales y organización del acto electoral), que amputarle una elección a la democracia del país. Porque (y esto es lo que más disgusta a los partidos que han enfrentado las PASO estando en el poder), las primarias abiertas también han sido instancias para que la población anticipe su descontento con las políticas oficialistas. ¿Por qué, una solución “democrática”, sería eliminar una instancia en la que pueblo puede hacerse oír en las urnas?

Las campañas

El Código Electoral Nacional mantiene desde hace décadas una pobre tipificación de contra del clientelismo y la prebenda, que atentan contra la libertad del sufragio. Primero, en el artículo 139, inciso B, que pena con prisión de uno a tres años a quien compeliere a un elector a votar de una manera determinada. Después, en el artículo 140, que prevé prisión de dos meses a dos años a quien, mediante engaños, indujere a otro a que sufragara en determinada forma, o que se abstuviera de hacerlo. Y ese es todo el combate legal contra el clientelismo en este país. Llamativamente, ese digesto, hasta el momento, fuera de discusión en la reforma política.

En México, la entrega de planes sociales -alimentarios o económicos- es anticipada para que no haya distribución durante el mes en que se vota. Es tal el combate contra la compra de votos que hay pena de prisión a quien “lleve a cabo el transporte de votantes, coartando o pretendiendo coartar su libertad para la emisión del voto”. En Brasil hay multa y la cancelación del diploma de “electo” para el candidato que incurra en captación ilícita de sufragio, a partir de “donar, ofrecer, prometer o entregar al elector, con el fin de obtener su voto, un bien o una ventaja personal de cualquier naturaleza”. “El ofrecimiento, promesa de lucro personal o dádiva de idéntica especie, destinados a conseguir el voto o la abstención del elector”, es delito según la Ley de Elecciones de Uruguay.

En Tucumán, “Villa Troquel” en los últimos comicios, todo esto parece cosa de ciencia ficción. Si no se endurece la ley contra el clientelismo, el delito seguirá siendo de acción. Y también de omisión.

El mapa

Además de sus luces, sombras y lagunas, la reforma electoral que se discute fragmentariamente en estos días contiene un riesgo: que los diputados nacionales dejen de elegirse en cada provincia como “circuito único” para pasar a un sistemas de circunscripciones uninominales. Sin mayor detalle.

¿Cuál criterio se seguirá? ¿Las circunscripciones reunirán un número similar de votantes? ¿Distritos urbanos por un lado, y rurales por otro? ¿O lo que cada provincia decida?

En Tucumán, donde el oficialismo tiene los tres cuartos de las bancas de la Legislatura, podría dibujarse un mapa que anulara por completo a las intendencias con más votos opositores para garantizar total representación justicialista. En nombre de un criterio geográfico se podrían dibujar cuatro circunscripciones para el año que viene, cuando se renuevan cuatro diputados nacionales.

1.Capital (ya en manos de Unión por la Patria) podría votar con los departamentos de Cruz Alta (contiene las municipalidades de Banda del Río Salí y Alderetes), Trancas, Burruyacu y Tafí Viejo (contiene las municipalidades de Las Talitas y Tafí Viejo), en una sección “Noreste”.

2.La “Noroeste” podría reunir a Yerba Buena con Lules, Famaillá, Tafí del Valle y Monteros.

3.La “Suroeste” podría agrupar el departamento Chicligasta (Concepción) con Río Chico (Aguilares), Alberdi y La Cocha.

4.La “Sureste” sumaría a Leales (Bella Vista) con Simoca y con Graneros.

El resultado, además de desembocar en el monopolio oficialista de la representación tucumana en Diputados, también entraña una desnaturalización de esa representación: ¿ahora los diputados no lo serán del pueblo de toda la provincia, sino sólo de los habitantes de su circunscripción? Por ende, ¿no habrá un solo representante de todos los tucumanos, sino sólo de porciones del territorio? ¿Y defenderán los intereses de su circuito por encima de los intereses del conjunto de la provincia?

Una pregunta hilvana los aspectos expuestos de los cambios electorales. ¿Las modificaciones se hacen para beneficiar a quiénes? Cuando son en favor de los votantes, como en el caso de la Boleta Única de Papel, los beneficios son preclaros. En los otros casos, la duda sobre la conveniencia de las novedades (o de las omisiones) consiste, precisamente, en que los beneficiarios no parecen ser los ciudadanos. Y cuando el destinatario no es el pueblo, toda reforma, en realidad, deforma.