Por Mario Flores
En una de las escenas de “El ciudadano ilustre”, la película de Duprat y Cohn de 2016 en la que se plantea el hipotético caso del primer escritor argentino en ganar el Premio Nobel de Literatura (encarnado por el aireano Oscar Martínez), el protagonista le explica a un lector fanático desmedido de su ciudad natal: “Vos y yo no tenemos nada en común, salvo el hecho de haber nacido acá, o sea, nada”. Es por ello que, a la hora de referirnos a la configuración narrativa y coyuntural (el tratamiento de la violencia, la disfuncionalidad familiar y social en el norte de Argentina y el ejercicio del lenguaje como punto de fuga y reconocimiento casi etnográfico) en la narrativa made in Salta de los últimos años, no puede reducirse su dirección analítica a un mero dato biográfico como el haber nacido en Tartagal. Autores como Fabio Martínez o Rodrigo Guerrero (nacidos en Campamento Vespucio pero cuya vida en el Departamento San Martín y, particularmente Tartagal, atraviesa la escenografía de sus narraciones) pueden leerse en clave localista si fuera una necesidad la identificación cinemática de sus cuentos y novelas, a partir -otra vez- de la idea de representación en el nuevo realismo que involucra un lenguaje, casi un tono musical, además de la destrucción y reconstrucción del así llamado “colorido local” que se presenta en la literatura tradicional salteña. En el caso de Grimanesa Lázaro, la afortunada publicación de su primer libro compuesto por dos novelas tan breves como contundentes no puede leerse tan solo como una inserción literaria, sino como un tratado de lo catastrófico, el desquiciamiento de lo familiar e incluso el aceleracionismo psicológico en la humanidad de sus personajes (que también son pocos, breves y contundentes).
“Niña”, la primera pieza del volumen, es una novela narrada por una madre sin nombre y probablemente sin rostro, un personaje cuya naturalidad se revela como una voz tan despojada de grandilocuencia (una escritura sin imposturas ni ornamentos vanos que siempre aparecen en el uso y abuso de la primera persona, que acá no permite las interrupciones) así como de resuelta crueldad ante la incertidumbre de lo humano. Su hija, Lucero, una cría de nueve años con una clara condición neurológica o patología de la subjetivación, escapa de la estructura infantil costumbrista para añadir altísimos grados de incomodidad a la historia. La madre trata de que su hija pase desapercibida a pesar de su evidente diferencia mental y física, y se empeña en enseñarle a leer y escribir. “La existencia de Lucero era violenta y más violencia no mejoraba las cosas”, dice la narradora, explicando que la niña anda a los tumbos, a los golpes, en la asimilación de una humanidad torpe e irresoluble donde la madre se encuentra cara a cara con esta idea de monstruosidad, corpórea y no conceptual. Sin perder tiempo en monólogos interiores, la novela avanza indetenible por barrios donde se vuelan las chapas, pueblos donde no existen psicopedagogas, bailantas populares y sembradíos que hacen del paisaje una concatenación de derribamientos, de hogares que se vienen a pique.
Pero acá hace falta aclarar algo: “Niña” no apela a la marginalidad como si se tratara de una novela social entregada al efectismo de lo clandestino y lo “provinciano”. En realidad, la tonada del relato impele a lo caótico, a una sensación de cringe que no opera en términos sociales per se, sino a la crudeza contemporánea de lo que se rompe: lo filial es monstruoso, la infancia no es tierna, la maternidad no es vocación, la ternura no es una obligación. En esta novela, los grandes relatos preliminares no estructuran la potencia de su historia, y Lázaro levita de esos cánones para establecer un punto de quiebre más cercano al absurdo de la vida y lo descarnado de lo fatal. “Pienso que Lucero tiene miedo de que yo me muera y me dan ganas de decirle que no es tan terrible que se muera tu mamá. Mucho menos si la ves azul clamando que le entre aire. El aire no es gratis como pensamos. A veces la muerte parece una bendición. Pero no puedo decirle eso todavía. Es muy chiquita”.
En las dos novelas de Grimanesa Lázaro, ningún personaje se esfuerza en caer bien, en hablar bien, en conmover. La conmoción opera en distintos espacios. En “Precoz”, de Ariana Harwicz, una novela corta que también recorre los territorios posibles de la monstruosidad en la relación de una madre no ejemplar con su hijo, que también tiene una condición que no cuadra con los modelos de la normalidad, la voz en primera persona ejecuta sin pudor los diálogos enfrentados dentro de esa relación tan psicoanalítica como política. En “Niña”, la madre de Lucero dice: “Con mi cría nunca dejamos de ser la misma persona”, y es esa relación mutante y crítica lo que multiplica las líneas de tiempo, los antiguos novios, los trabajos golondrina, la amiga Vanesa que le dice “tarada, criolla de mierda”, la amiga que no tiene feeling con los niños pero que no la rechazó por tener una bendi y la sigue visitando en casa. “A Lucero no le hablaba, pero siempre le traía algún caramelo masticable. Aprendió que no le gustaba el de banana y para mí era suficiente detalle”. Por eso la novela se construye con cosas mínimas, con los restos de la vivencia.
“Una chica de una localidad cercana estaba a punto de recibirse de psicopedagoga. Estudiaba en San Miguel y la madre le iba a abrir un consultorio en el interior. Ya había gente en lista de espera, pero la chica estaba retrasada. Creo que finalmente nunca se recibió. Hace años que ya no escucho esa historia ni me sirve de consuelo”. La historia de la niña, la historia de Lucero, se desplaza sin inmutarse por la escasez de lo circundante: su madre es su mundo, y ese mundo se cae a pedazos. Y la madre cuenta la historia sin entregarse al dramatismo, no hay un sentimentalismo maternal que haga parecer que este es otro libro sobre la maternidad en condiciones inicuas. La novela comienza en la página 9 y termina en la 94, y no es necesaria mayor extensión para completar el carácter de su densidad: una historia liviana que se vuelve pesada y se construye casi con los desperdicios de lo anecdótico, con raciocinios punzantes. Y en uno de los pasajes más tremendos del libro que, casualmente tiene a la religión como eje, se desarma la voz principal para reconciliar lo supuestamente lindo con lo grotesco.
“Yo no podía abandonarla. No sabía si iba a terminar la primaria, pero Lucero tenía por lo menos que hacer la comunión. Se lo merecía como cualquier otro chico. Yo me lo merecía también. Todos los niños Down tenían su foto con la camisa y el moño blanco en un altar. [...] Era obvio que durante la ceremonia la iban a nombrar y no se iba a dirigir al cura. Y también era sabido que vomitaría la hostia. No soportaba algunos alimentos en la boca. Eso no era ninguna novedad y yo que soy su madre trataba de convencer a todos de que escupir no era algo tan inmoral”.
Lo hostil y lo desmesurado se narran con la parsimonia propia de la percepción de lo monstruoso, y en ese detallismo intrínseco de lo terrible es que se presenta la portentosidad de la novela. Y por eso, como otro lector fan desmedido como el personaje de “El ciudadano ilustre” que se emociona con el hecho de haber nacido en el mismo pueblo que la persona que escribe el libro, me atreví a declarar públicamente que “Niña y basurero” es el mejor libro que se haya escrito desde Tartagal, que Grimanesa Lázaro es la mejor autora que haya salido de esta ciudad tropical que se incendia con su propia memoria. Pero Tartagal es apenas una excusa, y la escenografía de “Niña y basurero” es tan propia del norte argentino que no puede ubicarse tan solo en Salta o Tucumán: se trata de una dimensión que engloba todas estas políticas comunes del vacío.
Grimanesa Lázaro nació en Tartagal en 1991. Es médica recibida en la Universidad Nacional de Tucumán y actualmente reside en Buenos Aires, donde se desempeña como neuróloga. Con esa pulcritud textual habitual en quienes han transitado por talleres literarios, donde se compone y se corrige con exhaustiva voluntad, es que estas dos novelas cortas se sostienen por su propio peso. La segunda parte del volumen, “Basurero”, es una novela presentada como la disección de un crimen homofóbico, y está compuesta por catorce capítulos (esta vez numerados) donde catorce voces diferentes cuentan sobre el cadáver del gay que ha aparecido en el basurero. Por supuesto que no se trata de un relato policial ni de una novela investigativa, sino de una especie de polifonía: territorio y lenguaje conforman una recreación del desastre y hasta el occiso toma la palabra. En el último capítulo, que cierra el libro antes de la página que consigna los otros títulos disponibles de la editorial, la narradora confirma: “Fuimos a un basurero inmenso, un lugar que nunca me hubiera imaginado que existía cerca de mi casa”. De eso se trata: lo horroroso y lo monstruoso conviviendo tan cerca de lo normativo, la narración de ese encuentro, cara a cara con lo terrible, querer hacer como si nada, pero ahí, al lado mismo de la voz propia, reside la catástrofe, hecha novela.