La vida de una nación define sus trazos relevantes no tan sólo por lo que los hechos históricos le deparan, sino, y sobre todo, por sus vicisitudes económicas y sociales que encadenan el día a día. Nuestro país, desde este punto de vista, parece condenado a la más absoluta inmovilidad desde pasados los años 70 del siglo pasado. Con los viejos problemas momificados, se agregaron a la cuenta otros —culturales, educativos, institucionales— que aceleraron el declive. Lo aquí dicho está patentizado en las líneas de un artículo que dio a luz estas páginas con motivo de los 30 años de la recuperación democrática y que aquí comparto.

Nacido para ser invencible, el peronismo, ese Titanic de la política argentina, encontró su inesperado iceberg el tórrido 30 de octubre de 1983, no en los previsibles y cruentos cuarteles, sino en las inofensivas urnas de madera descascarada que los militares tuvieron incautadas durante casi ocho años.

 Cuando a las dos de la mañana la televisión confirmó el triunfo de Alfonsín, recién entonces me levanté de la silla en la que permanecía sentado desde el inicio del escrutinio. La razón del plantón autoimpuesto era la incredulidad por el resultado y la certeza de que los guarismos se revertirían. Esa noche fui testigo privilegiado de dos hechos históricos: la primera derrota del peronismo en elecciones libres y el inicio del mayor período ininterrumpido de democracia.

 Llegaban a su fin el régimen más abstruso y feroz que asoló el país y más de tres fatigadas décadas en donde la historia cotidiana se escribía con la única gramática por entonces posible: la de la sangre. La salida de esa Argentina espectral no fue mérito de los políticos, ni siquiera —salvo honrosas excepciones— de la lucha ciudadana; lo que de verdad catapultó el retorno de la democracia fue la impericia suicida y ambiciosa de los mandos militares que promovieron la Guerra de Malvinas.

Quienes habitamos este espacio colectivo que llamamos democracia, no deberíamos olvidar que somos deudores de un desatino y no del heroísmo cívico. Este fue nuestro pecado original que pocas veces tuvimos en cuenta. Tal vez, por ello, nunca bien ponderamos el verdadero significado de la democracia, más concebida como un don recibido que como un objetivo arduamente anhelado.

 Ya pasaron 30 años y seguimos sin entender que la democracia es más un sistema virtuoso en permanente construcción que una estructura cristalizada que suele funcionar como cobijo del peculado, la corrupción, la inveterada laxitud legal y la latente (o no tanto) cultura autoritaria que nos caracteriza. Y, lo más importante, nuestra magra gimnasia constitucional tampoco nos hizo advertir que para que el país funcione debía reconstruirse la república que, de tan perdida, la desconocimos, y todavía la seguimos desconociendo.

Mientras tanto, el Titanic, reflotado por un astillero riojano, sigue surcando las aguas picadas de la patria: en los 90, con rumbo a estribor (léase, a la derecha), un par de años a la deriva, y en la última década, rumbo a babor (léase, a la izquierda) y apuntando la proa vaya a saber dónde.

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Transcurrieron diez años de esa columna y mucho de lo que allí escribí no perdió vigencia. Más todavía, la decadencia con sus fauces abiertas está a punto de tragarnos. Para sumar dramatismo, el mismo 10 de diciembre de 2013, día en que LA GACETA la publicó, Tucumán —junto a Córdoba— vivió una de sus jornadas más aciagas y luctuosas de su historia. Por interminables horas la ciudad estuvo sitiada por hordas de humanoides que asaltaron y saquearon todo lo que estaba a su alcance al amparo de una criminal sedición policial. Una coreografía espeluznante de chacales devenidos humanos recorría las calles dejando a su paso una ciudad en ruinas: una urbe “bombardeada” cuyos vecinos debieron levantar barricadas y terciar armas de fuego para proteger sus vidas. Fueron tres días donde al son de una música mefistofélica bailamos todos asomados a la puerta de nuestro propio infierno.

Y si de baile se trata, hubo otro de no menor patetismo y gravedad que se llevó a cabo por esas horas infaustas en un escenario montado frente a la Casa Rosada. La primera bailarina fue la presidenta de los argentinos quien —acompañada de renombrados artistas— haciendo gala de sobreactuadas contorsiones plásticas celebraba el eco de esa música diabólica que le llegaba de lejos. Esa danza macabra quedará en la historia como uno de los rasgos distintivos de la disociación de la realidad y la falta de empatía que padecen gran parte de los políticos argentinos.

Ahora, luego de transcurrida una década, ya sabemos hacia dónde apuntó la proa. El Titanic criollo se alejó con prisa de las aguas mansas de la República y terminó encallando en el mar de los Sargazos de la cultura autoritaria, el argumento falaz, la anomia legal, el desdén por las instituciones, el discurso maniqueo de la desunión y la corrupción rampante. Por un intervalo de cuatro años (2015-2019) los argentinos, al canto de ¡Sí-Se-Puede!, abordaron esperanzados un nuevo navío llamado Cambiemos. Pero la impericia y la arrogancia del capitán, apodado “el Gato”, y sus tripulantes hicieron escorar el barco. Finalmente, No-Se-Pudo y no hubo “Gato para rato”.

A partir de 2019, el Titanic Criollo, reflotado por segunda vez, estuvo comandado por un fantasma. Fernández dicen que se apellida. Quedará en la historia por chocar de nuevo al Titanic. Por estas horas se comenta que sus averías pueden ser definitivas. Por lo pronto, los pasajeros del barco, luego de un motín a bordo, acordaron abandonarlo. Nadie sabe si esa fue la mejor solución. Una amplia mayoría decidió esta vez embarcarse en la Nave de los Locos. Su capitán, un “León” con ínfulas… o sea… digamos… rabínicas, conduce aferrado al timón con una mano y con la otra apunta hacia un horizonte incierto blandiendo una motosierra.

© LA GACETA

Jorge Daniel Brahim - Ensayista, editor, ingeniero civil.