Por Ana Petros
Psicoanalista
Por qué un psicoanalista, no siendo historiador, opinaría de los 40 años transcurridos en la Argentina en democracia si no es a partir de los efectos del inconsciente que “habla” en cada ciudadano de lo que la hace posible o de lo que impide que ella se establezca. La Argentina, como el resto de los países latinoamericanos, es hija del colonialismo. Y esa “marca” de origen, se deja sentir hasta la actualidad. Gobiernos de facto o gobiernos autoritarios y populistas, parecieran haber sido el Ideal de la mayoría de los ciudadanos que aglutinados en masa vitorean el triunfo del poder en un Amo plagado de virtudes imaginarias, capaz de donarnos un mundo de felicidad para nuestro bien.
La frase que Faustino Sarmiento toma de una autor italiano desconocido: “Democracia es generar la mayor felicidad para la mayor cantidad de gente posible”, no se trata de lo mismo. En todo caso, la revisión de estos 40 años transcurridos nos obliga a evaluar si esta aspiración democrática ha sido cumplida. El alto nivel de pobreza de los ciudadanos y la riqueza de los Amos de turno nos dicen lo contrario.
El rostro doliente de los des-afortunados (sin fortuna) nos dice que la democracia no está cumplida del todo. No basta con el derecho a votar, hace falta recordarles a los políticos que la política es una virtud que se inscribe en el campo de la moral, como diría Platón. La política, implica un espacio habitado por hombres y mujeres reconocidos en sus buenas intenciones, que se organizan para hacerla funcionar a la polis y donde la ética va a direccionar su destino.
Aclamemos: ¡Basta de la dádiva de la piedad y la superficialidad, nos hace falta la solidaridad! Observa Kant: “Piensa que el otro es tan persona como tú y trátalo como tal y no como una cosa susceptible de estar a tu servicio”. La solidaridad no cuenta con la desigualdad del infeliz, a diferencia de la piedad que emana de la dádiva, dado que le es necesaria la desdicha del otro para que el político se agrande de poder. Los ciudadanos somos el producto de ese efecto: quedamos desconcertados, ignorando o preguntándonos dónde está la democracia, de qué se trata.
Los mayoría, aglutinados en Masa, se han restado la condición de pensar y por ello se destinan al sometimiento que les ha producido lo que Orwell llamó lo “crimental”, el crimen de la mente cuando es contraria a la ideología reinante o a la incapacidad de pensar.
La democracia se enriquece con las diferencias, con la libertad, con la autonomía, ganadas con la educación. En sentido amplio, democracia es una forma de convivencia social en la que los miembros son libres e iguales.
No hay ningún objetivo más importante, para una Argentina que obtuvo la democracia con duros tropiezos, que seguir intentando recorrer la escalera de la utopía democrática, aunque no sepamos a ciencia cierta si es o no, como la de Penrose con su Teorema de la incompletitud, apenas una ilusión óptica.
Francis Fukuyama fue quien logró conceptualizar de un modo más claro y categórico el ambiente espiritual de comienzos de los 90: “Hoy [...] nos cuesta imaginar un mundo radicalmente mejor que el nuestro, o un futuro que no sea esencialmente democrático y capitalista”. Así fue. Y, en alguna medida, así sigue siendo. Con el fin de la historia, su concepción principal, el pensamiento utópico pareció evaporarse.
Si la utopía languidece, siendo propia de ella, no por eso muere. Prefiero adherirme a la propuesta de un autor desconocido para mí, Adolfo Garcé, que afirma que el corazón de la utopía se empecina en seguir latiendo. Porque como también se obstinaba Steve Jobs: “Estamos aquí para dar un mordisco al Universo. Si no, ¿para qué otra cosa estamos aquí?