Por Esteban Nicolini
Economista
Hace 40 años Raúl Alfonsín declaraba: “con la democracia se come, se cura y se educa”. Esta frase polémica establecía una conexión entre los objetivos de un programa de gobierno y dos dimensiones cruciales del desarrollo económico: el funcionamiento institucional por un lado y los niveles de vida de la población por el otro. Existe un notorio consenso entre economistas e historiadores económicos sobre la necesidad de un buen funcionamiento institucional para el crecimiento económico y la mejora de los niveles de vida. En eso parece que Alfonsín apuntaba en la dirección correcta.
Desde 1983 el sistema político argentino ha sido fundamentalmente democrático y ha cumplido muchas, aunque no todas, las características de un sistema institucional razonable: elecciones libres sin partidos proscriptos, relativa independencia de poderes, alternancia en la administración del Ejecutivo de diferentes fuerzas políticas, entre otras.
Pero si se busca el momento en el cual el camino de desarrollo del país “se torció”, las estadísticas nos dicen que la lupa ha de ser puesta sobre los años centrales de la década del 70. Desde ese momento, el PIB per cápita de Argentina creció aproximadamente un 40%, mientras otros países “similares” como Brasil y Chile crecieron un 120% o un 180%. Los enormes niveles de pobreza actuales son consecuencia directa de ese estancamiento.
Estas dos cosas nos llevan a un hecho inquietante: los 40 años de democracia fueron básicamente años de fracaso económico. Una democracia que no facilita los medios para comer, educar y sanar es una democracia débil.
Otro aporte que puede hacerse desde la historia económica es poner el foco en la diferencia entre instituciones y políticas; dentro de un marco institucional adecuado pueden implementarse políticas erróneas y/o dañinas. Por supuesto, la definición de lo que es una política errónea dependerá de la posición ideológica del que la juzga, y entonces es difícil evaluar si las políticas “erróneas” nos han llevado al fracaso. Es decir, si existe un fuerte péndulo en la aplicación de políticas y cada gobierno cambia drásticamente lo hecho por el anterior, el crecimiento y el desarrollo se resienten.
Después de 40 años de democracia puede que este último punto sea particularmente importante. Es probable, y es mi convencimiento personal, que la democracia sea una condición casi imprescindible para el desarrollo y la mejora de los niveles de vida. Pero también es probable que si en ese contexto democrático cada una de las “mitades” de la sociedad no acepta que la otra mitad existe, que los programas políticos deben partir de consensos relativamente generales y que despreciar todas las opciones del adversario no es el camino, la democracia no dará las soluciones que legítimamente se le piden. Y una democracia que no permite a sus ciudadanos encontrar los caminos para comer, educarse y sanar, es una democracia no sólo vacía de su esencia, sino también condenada al fracaso.