Por Santiago Kovadloff
Pocos, claro. No pueden sino ser pocos. La intimidad y un gran número de integrantes no parecen compatibles. Nadie tiene muchos amigos si de veras lo que tiene son amigos. Abundar abundan los conocidos. Los conocidos son fruto de la sociabilidad. Ella sí los multiplica. La cortesía. El vecindario suele estar poblado de conocidos. El trato íntimo, no. Lo privado no cede tampoco a la mera frecuentación. No se gana intimidad por el hecho de verse asiduamente. Vecino es quien ocupa un lugar cercano al nuestro. No en nosotros. Un amigo se inscribe en un escenario más sustantivo que el espacial. El de la intensidad, el de los valores comunes. Su trato es, para nosotros, riqueza excepcional, afinidad extrema. Nos reconocemos en su modo de vivir. En sus palabras. En su manera de encarar las cosas, sean estas las que fueren. Incluso en sus modales.
El sentido del humor es igualmente decisivo. Pocas cosas más elocuentes, en términos de afinidad o distancia. Lo que da risa o induce a sonreír prueba, cuando se lo comparte, que se habita un mismo mundo.
Hay más, por supuesto. Y lo digo en primera persona: el corazón de mis amigos es mi casa. El techo bajo el cual, invariablemente, puedo guarecerme. Incluso de mí mismo. Aun cuando disientan conmigo, sé que ellos están de mi parte. Su modo de discrepar me lo demuestra. Lo que decide nuestra comunión es una correspondencia que precede y rebasa lo argumental. Mejor representada por el modo de plantear los temas que por los temas mismos. Disentir libremente entre amigos es una prueba más de la intimidad lograda.
No se es cauto ni reservado con un amigo. Sin transparencia plena no hay amistad.
Ciegos que se ayudan
Que un amigo me conozca no solo significa que está al tanto de lo que le he contado de mí. Significa, ante todo, que frecuenta el laberinto en que consisto. Ninguno de mis prejuicios, ninguno de mis temores - fundados o no- , ninguna de mis pobrezas, escapan a su discernimiento. Sabe de mí, muchas veces, más que yo. Ve en mí lo que no veo. Lo que no alcanzo a ver. Y viceversa, por supuesto. Nos rige la reciprocidad de los que se saben complementarios. Somos, en este punto, ciegos que se ayudan uno al otro a atenuar la penumbra en que vivimos. Ciegos que no fundan su mutuo afecto en la idealización. No se tiene amigos si se los idealiza. Si admiro a los míos por sus logros, también los quiero por la forma en que se combaten a sí mismos. Precisamente porque son lúcidos saben que esa lucidez no basta. Que es siempre insuficiente. No lo olvidan ni me dejan olvidarlo.
Intimidad es el nombre de la energía que circula entre nosotros. Lo entrañable que nos une. Porque así es, resulta posible atribuir a todo lo que mis amigos me dicen un peso sin igual, revelador. Es que hay en el modo como piensan y se expresan un grado tal de sensibilidad y elocuencia que no puedo menos que agradecer. Me conmueve escucharlos. Nunca me dejan indiferente. Digan lo que digan, me deleiten o me preocupen, siempre atraen mi atención. Siempre, con lo que dicen, ocupan el centro de mi interés. La mera cortesía no existe entre nosotros. Lo que circula es cordialidad: atañe al corazón.
Compañero es quien comparte su pan con nosotros (com-panio). Aquel que se muestra solidario con nosotros. Nadie se parece más a un amigo que un buen compañero. Aun así, algo esencial los distingue. El compañerismo se hace evidente, siempre, en algún emprendimiento. El compañerismo es indisociable de un propósito que lo requiere. Con el compañero hay siempre una tarea de por medio. El compañerismo es impracticable sin un fin común. Es en el empeño por llegar a algo con otro donde mejor se deja ver el compañerismo.
La amistad puede, en ocasiones, configurarse como un acto de compañerismo. Pero ese no es su rasgo distintivo. La amistad no “sirve” para nada. O, mejor, no está al servicio de nada. Nada se propone a no ser su propia afirmación en un encuentro. En un encuentro que no es preámbulo de otra cosa ni epílogo de nada, sino solo continuidad. Los amigos que se reúnen lo hacen para volver a verse. Son confidentes, quieren escucharse. No hay ulterioridad en la amistad cabal. Y no porque no pueda haberla sino porque lo que en el compañerismo es central, en la amistad es secundario.
Es usual que los compañeros abunden en la infancia, en las pandillas adolescentes, en las filas de un partido político, en el trabajo o en la adhesión a un equipo deportivo. En todos estos casos hay algo que hacer juntos, algo que compartir.
Si el compañerismo se vertebra en torno a una meta o a un ideal es porque su razón de ser está adelante, en el porvenir. En la amistad, en cambio, la dimensión temporal que prepondera es el presente. La amistad no aspira a otra cosa que a la actualidad, que a actualizarse una y otra vez. Lo suyo es el festín del eterno retorno.
A diferencia de la sociabilidad y el gesto amable, la amistad no se induce. No puede enseñarse. No responde a las leyes del buen trato. Lo digo otra vez: la sociabilidad puede extenderse. Debe hacerlo. Se funda en principios de convivencia que no pueden desoírse sin un costo enorme para todos. En imperativos de coexistencia ajenos a la intimidad del trato. No es preciso conocerse profundamente para cumplir con ellos. Lo formal solo pide formalidad. Un roce y nada más entre quienes se encuentran involucrados en un mismo compromiso. Ese roce basta para sostener el patrimonio común en una convicción compartida. La amistad, en cambio, no sobrevive en la atmósfera de lo circunspecto y lo circunstancial. Se apaga. La formalidad la destruye. Ella no existe sin calidez. La calidez no es mera amabilidad. La amabilidad solo es compensatoria: suele reinar donde no hay intimidad. Ella atenúa la aspereza de la desconfianza mutua sin disolverla.
Son pocos, decía, mis amigos. Y creo que solo pocos pueden ser para cualquiera que los tenga y sepa lo que se juega en la amistad.
La amistad es vínculo de fondo. Como los peces abisales, tiene luz propia para orientarse donde no llega otra luz.
Ya en su hora inicial resalta la emoción del encuentro entre quienes están llamados a ser amigos. Ese encuentro nace ganado por júbilo. Cuando no ocurre así, prepondera lo externo. La voz de lo secundario se queda con todo. No hay, en tal caso, deslumbramiento recíproco. Hay necesidad, curiosidad, intereses. Se dice, se habla. Lo que importa no es necesariamente lo íntimo. Abundan las coincidencias. El conocimiento y la inteligencia hacen su aporte. Pero no la alegría sustancial que solo despierta el ingreso de una presencia nueva en nuestras vidas.
Por eso y por tanto más, es inválida la expresión “mi mejor amigo”. Un amigo no puede ser otra cosa que único. Queda dicho: puede haber otros. Pero siempre será esa singularidad la que resplandezca en el rostro de cada uno de ellos.
Sin graduaciones
Un solo estatuto impera en la amistad. Se cuenta con un amigo o no se cuenta con él. Ni más amigo ni menos amigo. La amistad celebra una plenitud sin desniveles. Y ello es así porque, si es intimidad lo que se ha puesto en juego, no puede haber graduaciones. Es absurdo proponerse en el trato entre amigos, una intimidad parcial.
Los amigos se equivalen en su singularidad. En lo que tienen de inconfundibles. Donde no importa lo esencial cuentan los calificativos: mejor, mayor, menor; más, menos, muchos. La amistad es una forma del amor. Solo quien lo ignora se atreve a sumar, a restar, a multiplicar o dividir.
Ningún amigo lo es si en el vínculo privilegia ante todo su narcisismo. Si antepone el yo al vos o al nosotros. Un amigo habla como escucha: hospitalariamente. Abierto ante todo al otro. Deseoso de ceder la palabra a quien se brinda en el encuentro. Tan apremiado por escuchar como por hacerse oír. La charlatanería es invulnerable a ese primado del vos o del nosotros sobre el yo. En ella las voces se superponen, chocan unas con otras, se disputan burdamente el escenario; un protagonismo tan estentóreo como hueco.
Por lo demás y por último, en la amistad como en el amor nadie puede saber cabalmente qué significa para el otro. Puede intuirlo, puede conjeturarlo. Puede inferirlo de lo que él mismo siente por el otro. Pero no puede saberlo. Y es mejor que así sea. Entregarse sin retaceos al rito de la amistad es aceptar esa asimetría irreductible entre saber a quién se quiere y no terminar de saber por qué se nos quiere. Quien presuma saber plenamente por qué se lo quiere, habrá entablado ante todo un vínculo estrecho consigo mismo. Nunca con otro. En tal caso, al otro se le demandará que proceda como espejo. No será un amigo, será un reflejo. Eco de un espejismo, redundancia. La amistad, en cambio, celebra siempre el triunfo de la diferencia entre dos que se parecen.
*Incluido en Temas de siempre (Emecé).