Los argentinos no sólo elegirán hoy un hombre para que conduzca los destinos del país desde la Presidencia de la Nación sino que, además, estarán reflejando con su elección qué estilo de vida en democracia prefieren, si el que propone el candidato del oficialismo o el que sugiere el adversario de la oposición. Porque más allá de los perfiles políticos e ideológicos de los dos aspirantes a ocupar el sillón de Rivadavia en la Casa Rosada, estarán votando por las propuestas, los gestos y los mensajes de ambos. Depositarán su confianza en que uno de ellos es el más adecuado para liderar el país en semejante crisis económica y social.

Precisamente sobre este aspecto, hace 40 años atrás, en un día como hoy, el editorial de LA GACETA señalaba: “No es necesario meditar excesivamente para advertir que la compleja labor de administrar la cosa pública, aquella que es de todos, dependerá cualitativamente hablando de cómo se comporten quienes fueron comisionados por el pueblo. No se puede pretender que quienes no estén capacitados para la función asignada, cumplan con ella adecuadamente ni que el patrimonio público moral y material quede en ese caso a buen recaudo”.

En esa línea reforzaba la responsabilidad que le cabía a las fuerzas políticas en la designación de sus postulantes. Sin exagerar -apuntaba-, debe exigirse por lo menos que las agrupaciones políticas que seleccionan a los candidatos para esos cargos procedan con la responsabilidad de un compromiso con la comunidad. “Cumplida esa etapa, los votantes deberán elegir de acuerdo con su juicio y conciencia, asumiendo también la responsabilidad de la mejor selección posible dentro de la ubicación ideológica de cada uno. De cualquier manera, las posiciones políticas o sectoriales no deberían ser nunca tan extremas como para frustrar a la mejor elección, razón por la cual ambos factores deben conjugarse razonablemente”.

Hace cuatro décadas, se advertía en no caer en posiciones extremas a la hora de elegir; casi era adelantarse a los tiempos y mirar la división que marca a la sociedad actual. Así es como subrayaba: “Saber votar no consiste simplemente en cumplir con los requisitos legales, sino mucho más, en proceder con la convicción de que la república, el pueblo y su patrimonio serán nuestros. Serán puestos literalmente en las manos de quienes los administren, por lo menos con honestidad y eficiencia. A partir de esa realidad y la reflexión que procede del sufragio, adquiere toda su dimensión de examen de conciencia ciudadana”. No quedaba exento del análisis y la reflexión el sistema electoral de entonces, aunque bien el párrafo tiene vigencia hoy: “Nuestro sistema electoral tiene, desde esta perspectiva, virtudes innegables y seguramente no podrá ser culpado de algunos de los errores que no dependen sino de quienes votan”.

Y a continuación hacía una consideración que tiene validez en los tiempos que corren, por las necesidades y urgencias de una sociedad que exige prontas respuestas a sus necesidades y problemas. Una elección refuerza la vida en democracia y consolida la calidad institucional, pero no implica que mañana el país será otro. Es lo que decía aquel editorial de hace 40 años: “Nadie puede esperar con sensatez que al día siguiente de las elecciones se comiencen a vislumbrar los mejores horizontes para la República y para sí mismo como ciudadano, si al votar no se ha preocupado por confiar en el destino de todos a quienes tienen mejores condiciones de cumplir con las responsabilidades de cada cargo. Como se observa, la histórica invocación de ‘sepa el pueblo votar’ es muchísimo más que una mera frase feliz”.