Por Walter Gallardo
Desde Madrid, España
Fue tan dolorosa y oscura la espera, que lo ocurrido cinco después nunca más se repetiría, ni en niveles de adhesión ni en trascendencia social. Quizás por su energía y frescura, y en especial por su espontaneidad, es posible que nadie sea capaz de recrear fielmente el momento vivido. La historia, pese al afán humano de encontrar un factor dominante que la defina, no se compone de una pieza indivisible sino de pequeños y grandes hechos, de actitudes colectivas e individuales que la construyen con sus fragmentos. Y cada acto, testimonio o aporte cuenta.
Corría el año 1978 y nuestro profesor de Educación Cívica era el doctor Hugo Fabio en la escuela de Comercio número 1. Solía dar clases de forma llana y directa, sin apartarse del contenido, aunque esforzando su voz áspera, persuasiva ante cualquier rebeldía adolescente; una voz que amenazaba con estar siempre cerca del enfado y, tal vez por eso mismo, alguna vez me recordó a la del actor español Fernando Fernán Gómez.
Por esas fechas, en la Argentina estaba de moda tanto la muerte, los secuestros y el silencio helado del terror como frívolamente también John Travolta, los inolvidables Bee Gees y, en la vestimenta masculina, los pantalones ajustados en la entrepierna y huérfanos de bolsillos, salvo por uno diminuto en la parte trasera donde apenas cabía un billete arrugado.
Por un capricho que no entendíamos del todo, el profesor Fabio obligaba a nuestro grupo a recitar en cada clase el preámbulo y el artículo 14 de la Constitución. Era algo que tocaba al azar: escogía a alguien de la pequeña libreta donde registraba las temidas notas y, sin mirar a quien había nombrado, se disponía a oírlo repetir esas palabras que por aquellos días sonaban platónicas o impertinentes, incluso sospechosas. Si había algún tropiezo en el recitado, se debía comenzar el texto una vez más. Así, y previendo que a todos nos encomendaría la misma tarea alguna tarde, hasta quien tenía el peor promedio era solvente para cumplirla.
En principio, su actitud despertó en mí la curiosidad, pero muy pronto esa curiosidad se convertiría en una secreta confirmación de sus intenciones. En 1979, ya en el cuarto curso, empecé a dar mis primeros pasos en el periodismo. Tenía 16 años y había llegado a la redacción de LV12 Radio Independencia con tanto entusiasmo como ingenuidad, con el sueño de convertirme en Bob Woodward o Carl Bernstein, después de haber leído y releído con pasión Todos los hombres del presidente, esa crónica casi cinematográfica sobre el caso Watergate. Sin embargo, mis ímpetus no se correspondían con la realidad. Daría rápidamente con un pasillo estrecho por donde había que caminar como por un desfiladero, de perfil y pegado a la pared, en tanto se adquiría la destreza de decir entrelíneas o de criticar al sistema elogiando a quienes enaltecían ciertas virtudes en desuso o prohibidas. Señalar el contraste era un modo indirecto de poner un espejo sobre los acontecimientos. En esas mañanas, frente a la Olivetti donde redactaba los boletines informativos, más de una vez, produciéndome una media sonrisa, vendrían a mí las palabras mágicas de aquellas clases del profesor Fabio: “Todos los habitantes de la Nación gozan de los siguientes derechos…”. Y decidía darle la razón en silencio. Su recuerdo no dejaría de acompañarme luego en las redacciones de la televisión o de los periódicos.
Imaginé entonces, e imagino ahora, que, en medio de las tinieblas, esta diminuta rebelión provocaría en él una suerte de íntimo orgullo, de reivindicación a pequeña escala de la razón y la sensatez. Lo cierto es que acabaría sembrando en sus alumnos las primeras semillas democráticas que irían fecundando hasta florecer, después de muchas tragedias y despojos, con el voto. Pero antes deberíamos soportar otra desgracia: la guerra de Malvinas. La esperanza, o su evidencia, llegaría inmediatamente después. Una fuerza masiva e imparable, mezcla de cansancio, bronca y deseos de cambio, abrió de repente las ventanas del país para que entrara el aire; se sobreponía con determinación al miedo y a los monstruos que habían crecido en nuestro interior. Lo mismo ocurriría con las crónicas y las columnas de opinión en casi todos los medios: iban ahora un poco más lejos, aunque todavía tanteando el peligro. Reaparecerían algunos rostros expulsados al exilio para contarnos sus testimonios, las canciones enmudecidas y sus intérpretes, y los libros, los benditos libros, después de una larga noche.
Todo empezaba a despertarse de un prolongado letargo. Un sábado por la mañana encontraría sentado en los pasillos de la radio a un joven delgado con rastas, poco conocido todavía, que dijo llamarse Juan Carlos Baglietto. Cantó en vivo “Era en abril”, con una voz que parecía no pertenecerle. En el estudio nos miramos entre todos y nadie pudo ocultar, sin decirlo, que algo nuevo flotaba en el ambiente. Y otro fin de semana, un domingo con poco material en la redacción, llamé a un teléfono que me había facilitado desde Buenos Aires el escritor tucumano Juan José Hernández y del otro lado del auricular me atendió la voz de Ernesto Sábato, que con asombrosa amabilidad se prestó a una extensa entrevista. Al terminar, yo no cabía en mi cuerpo: era alguien a quien siempre había admirado y sus opiniones emitidas en directo, la prueba de que ya se podía decir lo que uno pensaba.
Meses después, como si las piezas fueran encajando por su propia voluntad, no hallaría nada casual en el hecho de que la modesta insubordinación del profesor Fabio, al estilo de Pereira, en la novela de Antonio Tabucchi, adquiriera completo sentido en los discursos de Raúl Alfonsín, cuando enardecía a la muchedumbre recitando aquellas mismas palabras que estaban grabadas a fuego en mi memoria, las de las clases del secundario. Sólo había una diferencia: todas ellas se encontraban más cerca de ser nuestras, con peso propio, y la gente las pronunciaba con una euforia de liberación pocas veces vista en la Argentina, casi en un estado general de éxtasis. La razón era simple: volvíamos a reconocer la alegría y la ilusión como parte de nuestras emociones. Y esto, después de tanta muerte, era volver a estar vivo.
Han pasado cuarenta años y todas esas imágenes vienen a mí sin esfuerzo, aunque dejándome un gusto agridulce. Confieso que no es fácil acercarme a esos días sin salir lastimado, tal vez porque llevo un cuarto de siglo viviendo fuera del país o porque la distancia jamás me ha resultado inofensiva. Pero, sobre todo, porque esa época me produce una mirada contrariada, casi la de un sueño burlado. La persona que era entonces, en ese mundo poco fidedigno de la evocación, sigue deambulando por la ciudad, leyendo en los cafés y compartiendo risas con los amigos a los que no dejo de extrañar; y el que vive desde hace tantos años aquí, en Madrid, es alguien que, a pesar del tiempo transcurrido, aún pierde, de tarde en tarde, en las negociaciones con su voluntario destierro cuando intenta comprender lo que ha sucedido con aquellos anhelos.