Hay historias que se presentan de improviso, sin que se las busque. Uno no va a ellas, sino que ellas vienen a nuestro encuentro. Un ejemplo de esto es el de Walsh y su Operación Masacre, la investigación del fusilado que está vivo. Algo de eso le sucedió en una agobiante tarde de domingo en San Telmo al arqueólogo e historiador Daniel Schávelzon cuando, sentado a la mesa de un bar, no pudo evitar escuchar una conversación ajena en la que referían a alguien asesinado en París y sumaban otros ingredientes: obras de arte falsas, drogas, mujeres y un sicario. “Demasiada ficción”, pensó Schávelzon y apuró su cerveza. Un par de días más tarde la noticia volvió a su cabeza a partir de un apellido: Walheimer.

Walheimer era el apellido de un anticuario y falsificador de Buenos Aires, del que el arqueólogo guardaba escritas sus memorias y que nunca se había atrevido a publicar para no provocar el desagrado o disgusto de sus familiares. Pero el asesinato del hijo en París lo trastocaba todo y lo llevó a terminar de hacer encajar las piezas de ese rompecabezas, que tenía como protagonista a ese adolescente alemán arrancado del seno de su familia en plena guerra para integrar las Juventudes hitlerianas, que escapó como polizón de Europa y que llegó a la Argentina sin identidad alguna y que hizo de la falsificación una forma de vida y de sobrevida.

Aquella tarde de domingo terminó por disparar todos los sentidos en Schávelzon. “¿Viste cuando terminás un rompecabezas? Fue la sensación de que todo encaja. Este es el otro, este es el hijo de este… cosas que no tenían demasiada explicación de este extraordinario falsificador que vivió 50 años trabajando entre nosotros sin que nadie lo conozca y de repente por un hecho policial que había pasado desapercibido en la Argentina, empieza a aparecer una historia de Buenos Aires, de la Argentina, del arte, de la cultura, de un submundo que uno no se imagina ni que existía”, explica el arqueólogo.

-Y se trata de una narración que avanza al tempo del policial.

-Totalmente, porque es una investigación sobre un submundo, ese mundo paralelo de un falsificador con una capacidad notable para pasar desapercibido medio siglo. Hay que poder hacerlo, pero lo hizo porque supo manejarse, supo controlar sus propias ambiciones para no tratar de lucirse, ni el show de pertenencia a una clase social.

-Todo alrededor de la vida de Kurth parece falso o al menos imposible…

-El hijo se fue a vender las cosas a París y terminaron pegándole un tiro. Es todo como un espiral de engaños. Es el hijo engañando al padre, a la familia, todo son engaños tras engaños. No sabés quién es quién. Hasta el nombre es falso, el apellido es falso. Todo es como un universo falso, que al final de cuentas si uno lo piensa es como el mundo de hoy en día porque vos prendés la televisión o vez una película y todo es ficción. Y ese universo de ficción también pasa en la realidad y eso es lo que a mí me fascinó, cubrir ese mundo de falsificaciones que hay alrededor nuestro.

-¿Es posible encontrarle explicación a la vida de Kurth?

-Está toda su huida de la Alemania nazi durante la guerra. Era un pibe que tenía 15 años, suponiendo que le creamos, escapando de la guerra, comiéndole la comida a los cadáveres. Una cosa terrorífica hasta poder llegar a la Argentina. Acá armó una vida en el puerto a escondidas hasta que consiguió un documento falso. Todo es un mundo de falsedades de este hombre que creo en el fondo lo que quiere. Es como una venganza contra ese mundo que lo maltrató, que lo violó. Perdió a su familia, perdió todo y su venganza fue el engaño. Engañar a todos.

-En La historia de Kurth, falsificador también aparece la falsificación del mundo del arte, con museos o coleccionistas que no saben que tienen una pieza falsificada.

-Hoy con internet y con la apertura del mundo de la comunicación estamos sabiendo más que gran parte del mundo del arte es falso o está mal atribuido. Los argentinos diríamos que es trucho y el precio es caer en lo que no es verdad creyendo que es verdad. Probablemente hoy, en 2023, Kurth no podría haber sobrevivido, porque hoy la tecnología te permite cosas extraordinarias. Pero en la época que a él le tocó -del ‘45 a casi el ’90-, era un mundo muy simple donde la gente creía en la palabra del que vendía, y él especulaba con eso. Todo el tiempo se preguntaba “cómo puede ser que la gente le crea a otro”. El porqué le va a creer al que le vende un cuadro si él mismo cuando hace su declaración de impuestos está poniendo menos de lo que gana. ¿En ese universo por qué tenés que creerles a unos sí y a otros no?

-En la construcción del texto se alternan la voz de Kurth con la suya.

-Es que había que sacarle al viejo las cosas con tirabuzón. No fue fácil. No es que me sentaba y me contaba. Era un hombre muy mayor, que estaba enfermo, y que cuando empezó a hablar, le gustó. Le costó largarlo porque a lo mejor no lo había contado en toda su vida. Y la primera pregunta que me hice es: ¿cómo le creo a un falsificador?, ¿cómo sé qué es verdad y qué es mentira? Entonces me propuse: “voy a recuperar todo y lo que no pueda probar, lo diré”. Cuando empezó a hablar contó historias maravillosas, increíbles, involucrando gente. Traté de no poner demasiados nombres, pero las situaciones son muy claras involucrando instituciones, museos, policías o expertos.

-Las entrevistas de la investigación fueron realizadas entre 2005 y 2010.

-Sí, fue muy largo. Estaba muy enfermo y él me contaba cuando estaba bien, por ahí pasaban meses y había que esperar. Sufría un tipo de Alzheimer y al principio tenía momentos en los que se iba y había que cortar e irte porque no volvía. Pero cuando estaba lúcido, te retrucaba todo. Era muy inteligente y tenía una cultura de la calle. Cuando llega a la Argentina es un chico casi analfabeto, no escolarizado. Se forma y aprende en la calle e incluso toda la vida usó términos que te dabas cuentas que eran palabras lunfardas, que aprendió viviendo en la calle. No se quería hacer pasar por un tipo de la aristocracia que hablaba con la voz impostada sino, por el contrario, con esa idea del perfil bajo trataba de hacerse el sencillo.

-¿Cómo llega a la historia?

-Me acordé porque él me hizo acordar. La primera vez que lo vi fue en un sanatorio cuando tuve que internar de urgencia a una persona de la familia y en la cama de al lado había un viejo que se puso a hablar y yo no le di bolilla. Me dijo soy Kurth con “h” y eso me quedó. Mucho después me lo encontré en un geriátrico cuando tuve que internar a otro familiar e iba de visita y él vino a saludarme. Me dijo: “usted no se acuerda pero yo soy Kurth el que estaba en la cama de al lado”, y ahí empezó a comentar varias cosas de la Segunda Guerra y me enganchó. Uno está atento a las cosas interesantes y ahí comenzó la idea de entrevistarlo. Me pareció increíble su capacidad de engaño. Uno está más acostumbrado a falsificadores que se dedican a falsificar cuadros de pirulo y se pasan 40 años haciendo cuadros de esa persona porque les salen bien. Este era un hiperquinético que cuando le empezaban a salir bien los quemaba y se ponía a hacer otra cosa porque sabía, y tenía razón, que si seguía lo iban a descubrir.

-¿En alguno de los encuentros que tuvo se jactó de su capacidad de engaño?

-Sentía que no tenía que decir nada, no podía expresarlo. Siempre me dio la sensación de que estaba hablando con un artesano y no con un artista. Cuando uno habla con artistas, tienen una forma de ser particular y siempre están orgullosos de su creación. Para él era su trabajo. Y hay una frase que él repetía, una muletilla: “uno es lo que tiene que ser y eso es lo que es y nada más”.

PERFIL

Daniel Schávelzon es arqueólogo e historiador. Fue profesor titular de la Universidad de Buenos Aires, investigador del Conicet y creador de numerosas instituciones culturales en el país y el exterior. Se desempeñó como consultor de la Unesco, y recibió numerosas becas y premios internacionales, como la Beca Guggenheim por su trabajo por el patrimonio histórico en América Latina. Es autor de Arqueología de un refugio nazi en la Argentina: Teyú Cuaré.

© LA GACETA - Flavio Mogetta