El 6 de abril de 1976, un puñado de días después del golpe, la intervención militar a la Universidad Nacional de Tucumán emitió el “expediente 378”. Con la firma del coronel Eugenio Barroso, la nota dirigida a decanos de las Facultades y autoridades de áreas administrativas ordenaba: “suspender a partir del día de la fecha en el ejercicio de la actividad académica al personal que se menciona...” La lista consignaba 78 nombres. El documento emerge como la punta de un iceberg. Esas cesantías arbitrarias, rubricadas por un burócrata impuesto por la dictadura, fueron la cara visible de un sistema de espionaje, persecuciones, renuncias forzadas, secuestros y desapariciones del que fue víctima la UNT. Esta es una razón -no la única- que explica por qué fue tan lento el proceso de democratización de la universidad. La normalización de la vida institucional argentina se concretó hace 40 años, a fines de 1983; mientras que la UNT debió esperar hasta 1986 para contar con un gobierno elegido por sus propios estamentos.

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A Barroso lo sucedieron tres interventores civiles designados por la dictadura -Carlos Cornejo, Jaime Verdaguer, Carlos Landa- y fue este último el que traspasó la conducción de la UNT al profesor Luis Salinas, quien asumió el 30 de diciembre de 1983 con el máximo aval de Raúl Alfonsín. Lo hizo con el título de Rector Normalizador y una tarea cuesta arriba por delante. Cinco meses más tarde había renunciado.

Contratiempos

El capítulo Salinas al frente del Rectorado fue una historia breve, intensa y tormentosa. No resultó casual su designación, a partir de su condición de radical e identificado con el Movimiento de Renovación y Cambio que lideraba Alfonsín. El voto universitario había resultado clave para la victoria de la UCR en las elecciones del 30 de octubre y el flamante Gobierno se esmeró en iniciar la etapa democratizadora en las universidades nacionales apelando a cuadros confiables para cubrir los cargos. Salinas era uno de los 78 cesanteados por la dictadura y por partida doble, ya que además de perder su cátedra en la Facultad de Filosofía y Letras lo habían despojado de la dirección de la Escuela Normal.

“Quiero una universidad democrática, sin miedos”, sostuvo Salinas al asumir, y se fijó un plazo de un año a un año y medio para convocar a la asamblea que elegiría al Rector.

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Normalizar la UNT era una misión complejísima, para la que se requería muñeca política, pericia técnica y enorme capacidad de trabajo. La herencia de la dictadura se metaforizaba en un barco haciendo agua por todos lados: desfinanciación, concursos cuestionados, ingreso irrestricto en crisis, cátedras vaciadas, un proyecto académico en suspenso y, por sobre todo, muchas heridas abiertas. Salinas se apoyó en Aurora Pisarello de Divizia (secretaria general) y en Orlando Bravo (secretario académico) y lo primero que encontraron fueron las pruebas del sistema de espionaje que funcionaba puertas adentro de la UNT.

1986. Rodolfo Martín Campero superó a Virla en la elección y juró como Rector el 16 de abril.

Una voluminosa documentación consistente en legajos, fichas personales e informes requeridos por el Rectorado a las fuerzas de seguridad -sobre docentes, administrativos y estudiantes- había quedado en las oficinas que ocupaban los “servicios”. Las carpetas consignaban datos personales, actividades y tendencias políticas del personal de la UNT y de numerosos estudiantes. Algunos de ellos estaban desaparecidos. El 3 de marzo de 1984, en un acto público, Salinas y su gabinete le entregaron el material a la dirigencia de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos. Pero la realidad es que muchos de quienes habían oficiado de espías se mantenían en la estructura universitaria. Más que un clima, esa era la realidad palpable de la época.

Entre tantos frentes internos, a Salinas se le abrió otro íntimo y doloroso. El involucramiento de sus hijos en una causa por tráfico de drogas -tema ampliamente tratado por la prensa entonces- motivó la respuesta del Rector: “han mezclado un drama familiar con mi cargo”. La Federación Universitaria de Tucumán (FUT), conducida por Franja Morada, lo respaldó en la palabra de su titular, Alfredo Neme Scheij (“hay sectores que pretenden utilizar este problema para destruir la democratización universitaria”), pero la gestión ya estaba golpeada. Y otra cuestión, de índole política, sumó más ruido.

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El 21 de septiembre de 1979, la UNT, en la figura de Landa, y la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino (Unsta), en la persona de Fray Aníbal Fosbery, habían firmado un polémico convenio que ponía a ambas casas de estudio en un plano de igualdad y tenía como fin darle un sustento ideológico y académico a la dictadura. Salinas solicitó al Ministerio de Educación la anulación del convenio, lo que generó un cimbronazo. Comprensible, teniendo en cuenta que los militares habían dejado el poder pocas semanas antes.

La situación de Salinas se tornó insostenible. Abril se consumió entre rumores emanados del Gobierno nacional y desmentidas de una renuncia que el Rector terminó firmando a comienzos de mayo. Se la había pedido el ministro de Educación, Carlos Alconada Aramburú, y Salinas especificó: “no me voy por iniciativa propia”.

Una cara conocida

Se necesitaba apagar el incendio y para eso Alfonsín apeló al más experimentado de los bomberos. El Presidente de la Nación firmó el decreto el 30 de mayo y Eugenio Flavio Virla asumió el 8 de junio de 1984 un cargo que había desempeñado entre 1957 y 1966 (al principio como interventor; luego en dos períodos elegido por la Asamblea, en 1958 y 1962). El 8 de junio de 1984, a los 71 años, Virla juró como Rector Normalizador y su primera medida fue designar en la Secretaría General a un incondicional como Julio Prebisch. Necesitaba un funcionario experimentado y de absoluta confianza para seguir suturando las heridas de la UNT. Para eso se tomó su tiempo, intentando pisar firme en un ambiente altamente politizado.

1984. Eugenio Flavio Virla inició el cuarto período al frente de la casa de estudios.

Al cuerpo de Decanos lo integraban Atilio Billone (Filosofía y Letras), Héctor Ahumada (Odontología), Alfredo Gerardi (Arquitectura), Emilio Hurtado (Ciencias Económicas), Antonio Ahualli (Medicina), Adrián Bourguignon (Derecho y Ciencias Sociales), Arnaldo Legname (Bioquímica), Florencio Aceñolaza (Ciencias Naturales), Ramón Zuccardi (Agronomía) y Roberto Herrera (Ciencias Exactas). En cuanto al Departamento de Artes (que con el tiempo sería Facultad, al igual que Educación Física), Virla se encontró con un conflicto de autoridades que zanjó designando a Myriam Holgado.

El Rector impuso su ritmo y aquellos plazos que había delineado Salinas para normalizar la UNT fueron extendiéndose. Pasó un año hasta que el Consejo Superior, en votación de agosto de 1985, dispuso que en 120 días la democracia universitaria debía estar funcionando en plenitud. Mientras, las candidaturas al Rectorado iban delineándose y la de Virla asomaba como la más sólida a fines de ese año. Poco después, con miras a la convocatoria de la asamblea del 1 de abril de 1986, el panorama ya era diferente.

Además de Virla, Aceñolaza y Pedro Wenceslao Lobo aspiraban a conducir la casa fundada por Juan B. Terán. Pero quien terminó imponiéndose fue Rodolfo Martín Campero. Formado políticamente en la filas de Franja Morada, al momento de la votación decisiva, realizada el 3 de abril, Campero tenía 37 años. Además de ser docente de la Facultad de Medicina formaba parte del staff de funcionarios de Rubén Chebaia en el municipio capitalino. Esa segunda vuelta electoral fue un mano a mano en el que Campero batió a Virla por 58 a 43.

Habían pasado 28 meses del regreso de la democracia en el país cuando Campero asumió el Rectorado el 16 de abril de 1986. Quedó claro que para la UNT la normalización implicó recorrer un camino más extenso. Nada fue sencillo durante ese período; al igual que la Argentina, la universidad necesitaba sanar. Intentó hacerlo a su manera.