El 1 de septiembre de 1983, dos meses antes de la elección que consagraría a Raúl Alfonsín, interminable colas comenzaron a formarse en la puerta de los cines. Pero lejos de tratarse de un tanque hollywoodense, la responsable del fenómeno era una película argentina cuyo título sintetizaba el clima de época y hablaba de la deuda en materia democrática: “La república perdida”. Ni antes ni después un largometraje documental provocó semejante impacto en el país; lo vieron más de dos millones de personas durante los cuatro meses -lapso extraordinario- que se mantuvo en las carteleras.

Para un cine nacional encorsetado por la dictadura y víctima de una férrea censura, al igual que todas las manifestaciones culturales y artísticas, “La república perdida” (dirigida por Miguel Pérez) sirvió de punta de lanza. Es que un movimiento liberador venía esbozándose posmalvinas con un pequeño corpus de películas capaces de desafiar el status quo y ese documental que repasaba la historia nacional entre 1910 y 1976 le dio el definitivo impulso.

A la vez, “La república perdida” contribuyó a restaurar el debate político. Generó cruces y polémicas -de hecho con el tiempo empezó a verse en las escuelas-, el público la discutía a la salida de las salas y en las charlas de café. Como en tiempos de la predictadura, el cine nacional recuperaba un lugar central en la construcción de sentido; hablaba de lo que nos había pasado y de dónde estaba parada la sociedad en ese instante.

Hay quienes advierten en “La república perdida” señales de lo que sería la victoria alfonsinista. En esos textos -escritos por Luis Gregorich, un intelectual radical, y leídos en off por Juan Carlos Beltrán- hay una sintonía con el discurso institucional del candidato a la Presidencia. El motor del proyecto había sido Enrique Vanoli, otro histórico del radicalismo, responsable en gran medida del tono elegido.

La película trata al peronismo con respeto, pero con una cuidada lejanía, mientras ensalza la figura de Ricardo Balbín y no deja bien parado a Arturo Frondizi. Se percibe la permanente empatía con la clase media a la que “La república perdida” le hablaba, un sector que apoyó a Alfonsín en las urnas. Y, en su espíritu, la película se ocupaba de machacar, siempre con las palabras adecuadas -al fin de cuentas, se estrenó en dictadura- sobre la absoluta responsabilidad que les cabía a los militares en el extravío del rumbo nacional. Hoy disponible en YouTube, y repetido hasta el cansancio en la TV por cable, el filme sigue siendo un documento valioso para entender el 83 en toda su dimensión.

El año anterior, cruzado por la guerra de Malvinas, las críticas habían empezado a detectarse en algunas películas. “Plata dulce” (de Fernando Ayala) desnudaba el fracaso de la política económica, mientras títulos como “Volver” (David Lypszyc) y “Últimos días de la víctima” (Adolfo Aristarain), se anclaban en la debilidad de una dictadura que emprendía la retirada. El cine respiraba gracias a películas como “Señora de nadie (María Luisa Bemberg, con guión de Lita Stantic), “La invitación” (Manuel Antín, a quien Alfonsín nombraría al frente del Incaa), “El agujero en la pared” (David J.Kohon) y “Pubis angelical” (Raúl de la Torre, con el antológico soundtrack de Charly García).

Ese caldo de cultivo se cocinó a una mayor temperatura en el 83. El opresivo ambiente de “Los enemigos” (Eduardo Calcagno, sobre un guión de Alan Pauls) metaforizaba en un seno familiar la crudeza de la violencia estatal, la represión, el miedo, los silencios y la hipocresía reinante. Fue una de las grandes películas del año. La política se coló fuerte con “No habrá más penas ni olvido” (Héctor Olivera, sobre la novela de Osvaldo Soriano) y “El arreglo” (Fernando Ayala). Y no faltó el aprovechamiento de la debacle militar en “El poder de la censura” (Emilio Vieyra), un filme impensable algunos meses antes.

Otros dos documentales generaron impacto en ese 83 de la recuperación democrática. En uno se reflejó la explosión que el rock nacional había experimentado a partir de Malvinas (“Buenos Aires Rock”, el registro que Héctor Olivera hizo del festival realizado en noviembre del año anterior). El otro tuvo como protagonista a la cantora que Tucumán le legó a la cultura nacional. “Mercedes Sosa, como un pájaro libre” (Ricardo Wullicher) recoge la voz de la artista y las actuaciones que brindó al regresar del exilio.

LA MÁS PREMIADA.

Este hilo conductor derivó en el previsible andar de un cine que se liberaba de los grilletes de la censura para contar el pasado reciente. Un cine que sin perder su clasicismo ni sus formas discursivas -habría que esperar a los 90 para romper esa tendencia- hablaba del terrorismo de Estado, de Malvinas, de cómo la dictadura había desgarrado el tejido social. Un revisionismo que en “Camila” (María Luisa Bemberg), “Asesinato en el Senado de la Nación” (Juan José Jusid) o “La Rosales” (David Lypszyc) se refería a la violencia política omnipresente en la historia argentina.

“En retirada” (Juan Carlos Desanzo), “Los chicos de la guerra” (Bebe Kamin), “Darse cuenta” (Alejandro Doria), “Evita (quien quiera oir que oiga)” (Eduardo Mignona), “Pasajeros de una pesadilla” (Fernando Ayala), “Los tigres de la memoria” (Carlos Galettini) y “Cuarteles de invierno” (Lautaro Murúa) son algunos ejemplos de ese 1984 signado por el entusiasmo de la recuperación institucional. La construcción de este canon posdictadura encontraría en “La historia oficial” (Luis Puenzo, estrenada en 1985) su buque insignia. La potencia del cine, cuatro décadas después, sigue explicando los cómo y los por qué del renacer democrático.