Hugo Ferullo - Doctor en Economía -Université Lumière Lyon 2. Francia-, Docente-investigador de la UNT

Hoy se cumplen 40 años de las elecciones que le devolvieron a la Argentina una democracia sin interrupciones. El contexto histórico es diametralmente opuesto al de la actualidad, lo cual habla de los avances que representa la vigencia de las instituciones. En el comportamiento de los partidos políticos también se advierte un universo de distancia entre aquel momento y el presente, lo cual evidencia lo poco que ha aprehendido la dirigencia de este país en las últimas cuatro décadas.

Cuando se celebran los comicios de 1983 habían pasado más de 10 años desde las últimas presidenciales: las de septiembre de 1973, que convirtieron a Juan Domingo Perón en el único argentino en ser tres veces electos para la máxima magistratura del país. Tal y como documentan las páginas de la “Historia de las Elecciones en Argentina – 1805/2011” (Editorial El Ateneo, 2011), la cita con las urnas de aquel 30 de octubre estuvo precedida por el dictado de una serie de normas dictadas, por supuesto, por los jerarcas de la genocida dictadura vigente.

Documenta Ana Virginia Persello en su ensayo “Las elecciones en la segunda mitad del siglo XX” que en agosto de 1982 se dicta el estatuto de los partidos políticos. En él se establece la obligación de realizar elecciones internas de afiliados para la consagración de las autoridades de los partidos políticos. Después, cada fuerza decidiría cómo consagrar sus candidatos a cargos electivos. Ya en 1983, la Ley 22.838 reinstituye el Colegio Electoral para los cargos de Presidente y Vice, con lo cual se abandona el voto directo que había instaurado el presidente de facto Alejandro Agustín Lanusse en el 73. Luego, la Ley 22.864 suprime el sistema de doble vuelta electoral (también impuesto por Lanusse) y pauta boletas separadas, e identificadas con colores distintos, para diferenciar el voto para autoridades nacionales, provinciales y municipales. Es decir, no hubo “boletas sábana”.

El camino a los comicios, entonces, estuvo precedido por activas campañas de afiliación. Luego, en las internas radicales de agosto de 1983 la fórmula Raúl Alfonsín – Víctor Martínez (Renovación y Cambio) se impuso con el 86% de los votos sobre el binomio Fernando de la Rúa – Carlos Perette (Línea Nacional). En septiembre, el Congreso del PJ impuso la fórmula Ítalo Lúder – Deolindo Bittel.

Las masivas campañas de afiliaciones terminaron con números reveladores, según recuenta Persello. La UCR había sumado 1,4 millón de adhesiones. El PJ, con 3,5 millones, la duplicaba largamente.

Frente a tal diferencia, los dos grandes partidos plantearon, para la contienda electoral, estrategias diferentes. El PJ ancló su campaña en la más recurrente de las divisorias de aguas de la Argentina desde mediados del siglo XX: “peronismo vs. antiperonismo”. Lúder hizo campaña recordando los derechos laborales, las garantías de la seguridad social y el “Estado de Bienestar” que habían significado los gobiernos de Perón, tan derrocados, perseguidos y proscriptos por los militares.

El radicalismo necesitaba otra fractura del plano electoral: otro “clivaje”. Planteó “democracia vs. dictadura”. El símbolo del Estado de Derecho era la Constitución y Alfonsín hizo campaña con el Preámbulo. El resultado: por primera vez, en elecciones sin proscripción, un radical le ganaba a un peronista. El 30 de octubre, la UCR obtuvo 7.725.000 votos (52%). El PJ logró 5.994.000 (40%).

Los objetivos olvidados

La derrota del PJ era tan “noticia” como la victoria de sus adversarios. De hecho, se escribieron libros para analizar ese fenómeno. Uno de ellos fue “El peronismo de la derrota”, de Miguel Unamuno, Julio Bárbaro y Antonio Cafiero (Editorial CEAL, 1984), citado en “Historia de las elecciones…”.

“En lugar de institucionalizar la lucha por la idea, convalidamos la disputa despiadada por el espacio. No importaba el proyecto, bastaba con ‘controlar el aparato’. Y ante una opinión pública, cuyos reclamos se habían reducido a lo elemental (justicia y seguridad), después de siete años de angustias y penurias, exhibimos tan sólo una codicia y un uso indiscriminado de la fuerza, que paradójicamente terminaron por asemejarnos a nuestra victimaria, la dictadura militar”, era la autocrítica de Unamuno. “La promesa de un ‘estado de derecho’ se volvió tentadora, toda vez que nosotros olvidamos nuestro objetivo histórico de alcanzar un ‘estado de justicia’”.

Cafiero era igualmente severo en la mirada introspectiva. “Entre acusaciones y excusas se ha ensayado toda la gama de la evasión para concluir, sin convicción ni análisis, que fuimos vencidos por una máquina publicitaria, como si esta no hubiera existido, aún mayor, en 1946, 1962 o 1973. (…) Algo muy grave sucedió entre nosotros: se tiró por la borda el movimiento y se lo reemplazó por la burocracia partidaria, nos olvidamos del frente con aliados históricos para buscar apoyos electorales contra natura, cargos electivos encumbrados se adjudicaron con fraude y violencia”.

A ello se sumaban dos cuestiones más. Por un lado, el radicalismo, entre la muerte de Ricardo Balbín en 1981 y la interna de agosto de 1983, había consagrado un nuevo liderazgo. En el peronismo ocurría lo contrario. Persello enumera que al PJ aún lo presidía María Estela Martínez, la viuda de Perón, exiliada en España, secundada por Bittel. Los gremios estaban divididos en CGT Brasil y CGT Azopardo. Y el partido, propiamente, era un mosaico. Estaba el Movimiento de Unidad, Solidaridad y Organización (MUSO), presidido por Cafiero. Por otro lado, la Coordinadora Peronista, liderada por Federico Robledo. A Reafirmación Doctrinaria la encabezaba Raúl Matera. Vicente Saadi era el referente de Intransigencia y Movilización Peronista. Y había otros grupos que reconocían como conductores al cordobés José Manuel de la Sota y al riojano Carlos Saúl Menem.

Por otro lado, la Argentina se enfrentaba a una verdadera “elección”. Había que elegir entre una propuesta y otra. La discusión no se daba entre apoyar una gestión o quitarle apoyo popular, sencillamente porque la democracia estaba clausurada y la Constitución estaba secuestrada.

“Los análisis sobre los resultados del 83 coinciden en señalar que el triunfo radical se produjo porque el partido mostró un fuerte compromiso con la ruptura con el pasado. (…) El peronismo, en cambio, quedó a la vista de la sociedad como anclada en el pasado. Los incipientes planteos de renovación no tuvieron peso”, sintetiza Persello. Por caso, Herminio Iglesias venció a Cafiero en la disputa por la candidatura a la gobernación de Buenos Aires. Sólo para quemar un féretro que simbolizaba a la UCR en el cierre de campaña de Lúder. Y en la clausura de su destino electoral.

La pelea por harapos

La escena electoral argentina actual luce como el exacto revés de la trama urdida hace 40 años. En primer lugar, vivimos en un Estado Constitucional de Derecho. En segundo término, hay un gobierno de la democracia en funciones y, por tanto, la opción “continuidad vs. cambio” es uno de los “clivajes” en la escena electoral. En tercer término, ese gobierno es peronista y lleva como candidato del continuismo al ministro de Economía, Sergio Massa, que no exhibe, precisamente, la mejor de las performances en el desempeño del cargo. En la década de los 80 se estrenó “Volver al futuro”: la ciencia ficción que prometía que en 2015 se podría viajar en el tiempo en un automóvil. Hoy ni siquiera se puede viajar al trabajo en auto por la escasez de combustibles. Y el Gobierno lanza un ultimátum a las petroleras, cuando es directo responsable, con sus políticas, de la escasez.

A ello se suman los calamitosos índices oficiales. La pobreza, del 35,5%, en 2019, trepó al 40,1% en el semestre pasado. La inflación acumulada de aquel 2019 fue del 53,8% y ahora se proyecta al 140% para este año. El dólar pasó de $ 70 el 10 de diciembre de 2019 a $ 1.000 desde hace dos semanas.

El contraste con esta política de la miseria, que sólo reparte pobreza, es la de un funcionariado opulento, condenado por corrupción. Durante estas cuatro décadas, el PJ controló el Senado y, en particular, la Comisión de Acuerdos, que da dictamen a los pliegos de quienes serán jueces y fiscales de la Nación. En diciembre, y en pleno cuarto gobierno kirchnerista, la Justicia condenó por administración fraudulenta a la Vicepresidenta, Cristina Kirchner. Este mes, además, se conoció el caso de Martín Insaurralde, el jefe de Gabinete bonaerense, quien se retrató surcando las aguas de la Justicia Social en el Mediterráneo, a bordo de un yate de alquiler fastuoso, haciendo regalos suntuarios a la modelo Sofía Clerici, incondicional compañera en la lucha por la puja distributiva.

Este proyecto político protagonizó el peor resultado de la historia electoral del peronismo: apenas un 36% de los sufragios. Aun así, terminó primero. Dos elementos ayudan a explicar este suceso. El primero es que, a diferencia de 1983, el peronismo enfrenta unido esta contienda electoral.

Por el contrario, las dos fuerzas políticas opositoras más votadas, que suman casi el 54% de los votos, se encuentran no sólo divididas entre sí, sino también internamente. La Libertad Avanza terminó segunda, con el 30% de los sufragios. Y Juntos por el Cambio, tercero con casi el 24%, ha estallado: un sector ha oficializado su apoyo a Javier Milei. Otro reclama legítimamente “neutralidad”. Y hay un tercer grupo que se declara hipócritamente “prescindente”, pero que avala a Massa. Esa misma escisión se traslada internamente al PRO y a la UCR.

El segundo elemento deriva del primero. Frente al patético comportamiento de la oposición, ha ocurrido un fenómeno: no se está plebiscitando la gestión del gobierno, sino a la oposición.

El primer capítulo se dio entre las PASO y las generales. Milei terminó primero en agosto y dio rienda suelta a su comportamiento desaforado e irracional. Entre propuestas carentes de sentido común, insultos a otros opositores y demonizaciones contra el Vaticano, su soberbia pretensión de que estaba por ganar en primera vuelta lo convirtió en el objeto a sopesar. El Gobierno consiguió que no fuera su desastre lo que debía ser evaluado, sino la posibilidad de que Milei fuera Presidente.

El segundo capítulo comenzó a escribirse la semana pasada. Entre la primera vuelta y el balotaje hay 28 días de campaña. La oposición desperdició el 25% de ese tiempo en mostrar sus hilachas, dejando en segundo plano el desmoronamiento del país. Es decir, parece buscar ahora que se plebiscite no la devastación que deja el Gobierno, sino la conducta de quienes se ofrecen como alternativa.

Los 40 años de democracia merecían algo más que un Gobierno del desastre y una oposición que se pelea por harapos. El pueblo que sostiene esa democracia, también.

Lo más importante del actual proceso electoral argentino ocurrió el pasado domingo 22 de octubre en las elecciones primarias, cuando un 70% de la población le dijo “no” al candidato que, motosierra en mano, representa los impulsos más violentos y autodestructivos de nuestra vida social en recurrente crisis.

Esta clara mayoría muestra que en nuestro país existen (todavía) reservas morales que nos previenen de lo peor de las pesadillas políticas, asociadas a un pretendido redentor que, con un discurso invadido por el fanatismo y el deseo de aniquilar a todo adversario que ose pensar diferente, nos promete ponerle tapa al cajón de aquellos señalados como causantes de todos nuestros males, mientras amenaza con destruir todos los símbolos de sirven de contención al imperio generalizado del individualismo extremo, desde el amor al prójimo y la justicia social, hasta la soberanía expresada en una moneda nacional.

La elección también mostró, dentro del setenta por ciento que rechazó (por ahora) al candidato de la motosierra, la escala de preferencias que la sociedad definió frente a las distintas opciones que se le presentaban. Para mencionar solo un ejemplo elegido entre las diferencias exhibidas por los cinco candidatos que se presentaron en la elección, recordemos que, frente a la deuda que la Argentina mantiene con el FMI (uno de los principales problemas económicos de la actualidad), Myriam Bregman propuso rechazar su pago, aludiendo al origen claramente ilegítimo de la misma y a los daños severos que este pago ocasionará a la sociedad argentina, sobre todo a sus miembros más vulnerables; los otros tres candidatos, en cambio, proponen pagar esa deuda (aunque no necesariamente de la misma manera).

El sistema electoral argentino exige ahora un último paso que la sociedad tiene que dar, para confirmar definitivamente que no está dispuesta a aceptar una conducción política cuya locura mortífera se representa simbólicamente, de manera harto clara, con la exhibición triunfante de una motosierra. Sobrevivirán, después de este ballotage, nuestras grandes dificultades económicas, que nos obligarán, por ejemplo, a combatir la inflación, a conseguir más dólares de nuestro comercio exterior y a decidir cómo repartir, lo menos injustamente posible, los costos sociales que imponen a la sociedad argentina el pago de la deuda con el FMI, que nunca debió contraerse (sobre todo si su destino era, como fue, la fuga de capitales por parte de unos pocos especuladores).

Pero para todo esto, mucho nos ayudará eludir la más sombría de las amenazas que acechan a la democracia argentina: un candidato a presidente desquiciado, cuya campaña se basó en ideas confusamente aprendidas de autores como F. Hayek (la desnacionalización del dinero), G. Becker (la venta de órganos humanos) y M. Friedman (la única responsabilidad social empresaria es ganar lo máximo de dinero posible para sus accionistas).