La película “El bebé de Rosemary” (1968), dirigida por Roman Polanski, verdadera obra maestra, no ha perdido su capacidad de aterrar. Y sin recurrir a grandes efectos. Todo lo contrario: de forma tan sutil como ominosa, el espectador asiste a un crescendo por demás inquietante, y sabe que algo horrible va a suceder, aunque no tenga en claro qué… (No puede considerarse spoiler, después de más de cinco décadas, decir que Rosemary, interpretada por Mia Farrow, será violada por el propio Satanás, a quien sus solidarios vecinos, una pareja de ancianos, adoran).

Se trata de un argumento que tiene entre sus antecedentes numerosos mitos de la Edad Media, provenientes de Europa, a través de la figura del “íncubo”: un demonio ávido de posarse sobre mujeres dormidas para tener relaciones con ellas. Y cuya contraparte femenina se llama “súcubo”.

Si, producto de este acto, la mujer quedara embarazada, dará a luz a alguien proclive al mal, o con habilidades especiales (como el caso del mago Merlín, quien, según la leyenda, era hijo de un íncubo y de una monja). Algunas fuentes indican que estas criaturas pueden identificarse por su antinatural pene frío; aunque en otras culturas se cree, contrariamente, que esa parte de su cuerpo es lo único que el íncubo mantiene caliente. La experiencia sexual con estos demonios es vivida como un sueño, donde el victimario a menudo toma la forma de un hombre y hasta es capaz de enamorar a su víctima. Hay quien dice que un íncubo enamorado puede ser tan beneficioso como peligroso para el objeto de su amor.

Burgo Partridge, escritor e historiador inglés, en su “Historia de las orgías” se refirió a estos mitos como un producto de los primeros tiempos de la cristiandad: “La abstinencia conlleva a una total preocupación mental; se desarrollan síntomas neuróticos y alucinaciones sexuales hasta un nivel sorprendente. Un terrible brote de íncubo y súcubo barre los dormitorios europeos. Son visitantes nocturnos que la mente cristiana relaciona con la brujería y lo diabólico; llevan al afligido a ceder ante la tentación, ante el placer sexual. Se presentan generalmente entre las monjas, y se vuelve muy contagioso”.

Parece que, sin embargo, el sentido común prevalecía por aquellos días, al menos en la mayoría de los casos. Los médicos se daban cuenta de que estos visitantes nocturnos no eran más que ilusiones que rondaban los claustros, aunque dejando muchas veces a las monjas con el fantasma del embarazo.