Pareciera que nada es tan impredecible como el devenir del lenguaje. Por las frases que leemos en las redes sociales nos damos cuenta de qué poco queda de la exaltación del romanticismo con su “libertinaje de mayúsculas”, como escribió Denis de Rougemont. La excitación del vocabulario pasa ahora por la confrontación de los usuarios de canales virtuales, generalmente de un lado u otro de la “grieta”, por su feroz reducción al insulto procaz y pornográfico.

En 1870, Mallarmé reclamaba “rendre un sens plus pur aux mots de la tribu” -expresión que puede traducirse como “darle un sentido más puro a las palabras populares”- y el mismo Rougemont apoyándose en el lenguaje de la economía, instaba a los escritores a una “deflación de las palabras del siglo”, porque observaba que el número de palabras en uso era muy superior a la cantidad de cosas o ideas significativas que existen , y que todo esto representaba una verdadera “inflación” del lenguaje.

El ocaso de los ídolos

Interesante este vínculo propuesto entre el lenguaje y la teoría económica. De la mano de esta última se pudo definir el fenómeno de la “estanflación”, cuyo significado conocemos muy bien los argentinos. Esta palabra bien nos vendría para apoyar nuestro punto de vista: Mientras que la expresión marginal y soez se va expandiendo día a día, el recto y elegante lenguaje coloquial se ha estancado.

Es así que basta confrontar cualquier texto epistolar de fines del siglo diecinueve, con el variopinto insulto que actualmente prolifera en las redes, para advertir dolorosamente el surgimiento de epítetos, que reúnen la calidad de adjetivo y sustantivo al mismo tiempo, jamás utilizados hasta hace algunos años.

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Es que el mismísimo insulto tuvo antaño expresiones brillantes. Refiero un ejemplo. Cerca de 1790, en Inglaterra, el conde John Montagu, enemigo del político y periodista John Wilkes, lo afrentó con las siguientes palabras: “Señor, no sé si usted morirá en la horca o por la sífilis”. Wilkes le respondió: “Eso dependerá, mi Lord, de si abrazo sus principios o abrazo a su amante”.

Schopenhauer (1788-1860) escribió El arte de insultar con elegantes expresiones para denostar a las personas, a las instituciones laicas o religiosas y a los políticos encumbrados o ignotos.

Sostenía que el insulto era el último recurso cuando todas las demás artes de la argumentación habían fracasado. Como iracundo que era, no se privó de proferir, en todas sus obras, insultos, improperios, ofensas y escarnios hacia gente que detestaba. En cierta oportunidad, indignado por el reconocimiento social del que gozaba un escritor de su círculo próximo, lanzó la lapidaria frase “Quien escribe para los necios siempre encuentra un gran público”.

No se trata, por supuesto, en tren de recuperar alguna distinción en el insulto, de usar palabras tales como “estafermo” -persona que está inactiva-; “carcunda” -de actitudes anacrónicas-; “petimetre” -frívolo-; o “badulaque”, “casquivano”, para injuriar a nuestros potenciales adversarios o enemigos. Seguramente no causarían el menor efecto.

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Pero en el extremo opuesto, el insulto padece hoy de un reduccionismo feroz que va de la idea al objeto sin escala alguna. Y por cierto, de la elegancia a la vulgaridad extrema.

¿Será esta involución del lenguaje, expresada nítidamente en la procacidad escatológica del insulto, concausa del deterioro progresivo de la civilización? El homo sapiens, desde lo profundo de los siglos, seguramente nos mira con resignada consternación.

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Eduardo Posse Cuezzo - Abogado. Presidente de la Alianza Francesa de Tucumán y de la Fundación Emilio Cartier.