Algo asombroso nos dejó el último mundial de fútbol, y se relaciona, además, con el proceso electoral que estamos viviendo. De lo primero, el repentino ocaso de Diego Armando Maradona: no sé si lo recuerdan, aquel futbolista argentino considerado por décadas insuperable, eterno, sublime y equiparable al mismísimo Dios… Fue así, pero todo lo sólido se desvanece en el aire, y todo lo sagrado acaba en profanación. Hoy, su imagen imborrable se esfuma y ha pasado a ser un recuerdo sin presencia. Porque constatamos lo impensable: que los ídolos también caen, pasan a segundo plano, se opacan, son sustituidos. Algunos, incluso, mueren.
Muerte de Dios
Los argentinos hemos borrado en unas pocas semanas la línea del horizonte que separaba lo divino de lo humano y asesinamos a Dios para imponer un nuevo consagrado. Al fallecimiento del astro del fútbol, en 2020, le sucedió esta otra muerte de la que nadie es culpable, sino cómplice involuntario: su ocaso sigiloso e inapelable y el enaltecimiento de un nuevo Dios del fútbol. No hemos atravesado ningún desierto, o apenas el corto desierto entre la muerte de Maradona y la consagración definitiva de Messi, un corto momento en que el nihilismo se enseñoreó entre nosotros, hasta que volvimos a recuperar la fe. Pero una fe pálida e insuficiente para el espíritu de los argentinos.
Florencia Canale: "La figura de Monteagudo, héroe imposible, ha sido siempre opaca"Apolo y Dionisos
Si Maradona encarnaba a cabalidad el espíritu dionisíaco (el exceso, el exabrupto, lo descontrolado y carnavalesco, el desborde constante de las normas), Messi representa como nadie los valores de lo apolíneo: la contención, la mesura, el recato, los límites. ¿Esta vez Apolo sustituye a Dionisos? Es lo que parece encarnar el actual ordenamiento metafísico del fútbol argentino: una nueva era regida por los tranquilos valores del equilibrio y la moderación. Parecía que esta iba a ser la secreta disposición de nuestros talantes, que el influjo del ídolo, su magisterio y su ejemplo, calarían honda e inconscientemente en nuestra sociedad. Que nos esperaban tiempos nuevos, tal vez mejores. Pero lo dionisíaco en nosotros, si no es por un lado, aflora por otro.
Eterno retorno
Y algo asombroso nos está dejando, también, este proceso electoral. La política replica esta misma secuencia de alzamiento y caída, de muerte y sustitución de liderazgos: los ídolos de apenas ayer parecen ahora invisibles, o fieramente opacados por nuevos e inesperados dirigentes. Y también en la política hay una transmutación de los valores: los viejos relatos son desplazados por otros nuevos e impensados. Es la alternancia de los opuestos. Los candidatos apolíneos ceden terreno ante el representante de Dionisos, como si el Dios del exceso, tan caro a los argentinos, impugnando su ostracismo, se manifestara.
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De lo anterior, una explicación tan razonable como cualquier otra sobre el surgimiento del actual fenómeno político, me interesa otro aspecto, el más humano y personal. Porque pienso en el ocaso futuro de los ídolos actuales, en la hora de su humanización y su derrota, esa cosa inevitable que ahora tanto nos cuesta imaginar. En la inevitable caída. Pero pienso también en nuestro pequeño ocaso individual, el de todos, el de cada uno de los que alguna vez alcanzamos sin saberlo nuestra mejor versión, nuestro apogeo personal, y con el tiempo fuimos comprobando que esa cima soñada no era tan alta, ni estaba en aquel futuro que imaginábamos con ansiedad y optimismo, sino en el irrevocable pasado, y que todo lo que nos vamos encontrando en el resto del camino, y lo que nos encontraremos y que de alguna manera nos guía, no es más que una luz muerta, el pálido reflejo de una estrella sobre el agua estancada.
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Juan Ángel Cabaleiro – Escritor.