En un cuidado volumen ilustrado por Ricardo Touriño, EDUNSE reedita Casas enterradas de Carlos Manuel Fernández Loza (1940-2005). Publicada por primera vez en 1997, la novela narra la vida de Catalina de Enciso, quien decide acompañar al capitán Felipe Gutiérrez en la expedición de la primera entrada española al Tucma. La escritura de Fernández Loza es de una libertad absoluta. La historia va y viene de un mundo a otro, de un tiempo a otro, desafiando al lector. No hay una conciencia externa que explicite los hechos: todo está sugerido en las voces de los personajes, con una extraordinaria capacidad para la alusión.

La sonoridad del lenguaje único de esta novela, unido a una original puntuación, a la acumulación de frases extensas, a la alternancia de voces, a la fragmentación narrativa y a un vastísimo vocabulario, provoca un efecto casi hipnótico. Palabras restallantes de orígenes diversos nos sumergen en los tiempos de la conquista: escorzonera, eupatorio, estoraque, cepacaballo, albayalde, hetaira, moharra, landre, odre, huaca, chuspa, zafia. Esa sonoridad está también en el sabor pícaro del habla de ciertos personajes, como la nana de Catalina: “¿Te arde el dátil mi pequeñita? ¿Te lo has tocado ya? ¿Y se encabrita?” “Anda mi joya no sientas recelo ni tengas temor; yo también tuve tu edad y me picaba la caracola”. El barroquismo sensual de ese lenguaje estalla en los varios momentos de intensidad erótica del texto: el despertar sexual de Catalina, las experiencias iniciáticas de Felipe, o la exploración de la sexualidad más allá de la heteronormatividad.

Personaje excepcional, Catalina es una mujer que desea y exige, que “ama explotar en gemidos”: “Felipe, Felipe, siénteme (…) quiero que mis entrañas reconozcan en esta noche alucinada de brillos estelares el erguido misterio del deseo”. Ella se convierte en la cifra de una época de transición: “hembra poseída por el fulgor de la nueva tierra, que tomó en sí misma el linaje de las tribus conquistadas, creando la nueva estirpe en la que confluyen las sangres derramadas en las guerras minúsculas de una tierra alucinada por ambición y el desamparo, opresor y oprimido marcados por el laberinto de la historia haciéndose, fatalmente”. A diferencia de otros españoles, en los días de preparación de las huestes ella detiene su mirada en los hombres de servicio, los yanaconas y los esclavos negros: “Quiso aprehender ese olor sentirlo suyo, no traicionar —con sus narices levantadas— las espaldas dolientes que cargarían los víveres, los bastimentos, la comida de hombres y caballos que anónimos y a la retaguardia sufrirían sin gloria, sin honor, sin fama, correrían la misma suerte y el albur de sus amos con la insignificante diferencia que no tendrían biografías, cronistas y nombre en esa cronología de desgracia que se llama historia”.

Lucas Cosci destaca en el prólogo el compromiso con la escritura de Fernández Loza, a quien concluir Casas enterradas le habría demandado más de diez años. A esa consagración se debe acaso el carácter sorprendente de esta novela que, pienso, puede inscribirse en una serie junto a otras ficciones de origen también deslumbrantes como Río de las congojas de Libertad Demitrópulos o El entenado de Juan José Saer.

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