El 5 de octubre de 1973 fue publicada la Ley 3.891 que, por un lado, obliga a los funcionarios públicos tucumanos a presentar declaraciones juradas de bienes y, por el otro, consagra el secretismo de esta información. Se trata de una norma sin precedentes en la Argentina, que ha quedado completamente obsoleta en función de los estándares modernos de transparencia y ética públicas, y que, sin embargo, sigue en teoría vigente medio siglo después. Se supone que la norma se cumple, pero, en los hechos, ello resulta incomprobable puesto que, por un lado, la Provincia carece de reglas de acceso a la información estatal como las que existen en la Nación y en otras jurisdicciones provinciales, y, por el otro, la propia Ley 3.981 impone un candado a los datos patrimoniales de las autoridades.

El hermetismo de las declaraciones juradas de los funcionarios tucumanos contrasta con el proceso de apertura de esa información sensible observado a partir de 1999 en la órbita federal y que de alguna manera cristalizó en el establecimiento de la Oficina Anticorrupción (Ley Nacional 25.188). Ese movimiento recibió un impulso en 2006, cuando la Argentina ratificó la Convención de las Naciones Unidas contra la Corrupción. Al sumarse a este tratado internacional, el país se comprometió a fortalecer sus mecanismos de rendición de cuentas y de combate de los delitos cometidos con fondos estatales. La implementación de políticas de transparencia, entre ellas que la ciudadanía pueda cotejar y monitorear la evolución del nivel de ingresos y de vida de sus representantes, resulta una herramienta crítica para desinflar las ilusiones de quienes pretenden enriquecerse a costa del bien común.

Tucumán sigue alejada de los esfuerzos globales y nacionales articulados para quitar incentivos a los corruptos. Como se sabe, este mal corroe el corazón de la democracia y su arraigo suele ir de la mano del advenimiento de regímenes autocráticos. Separar preventivamente lo público de lo privado y castigar la confusión es el mejor remedio contra la tiranía. Por ese motivo, los pueblos que mayores adelantos hicieron en la administración prolija y austera del dinero público son también los que más se han esmerado por colocar las fortunas de los políticos y servidores estatales en una “vidriera” para que se pueda custodiar de manera permanente que la gestión encomendada por la sociedad no se convierta en un buen negocio particular.

La Ley 3.981 está en las antípodas de esa vocación por mostrar lo propio como si realmente no hubiera nada que esconder. Ocurre que el artículo 6 otorga “carácter secreto” a las declaraciones juradas de los funcionarios y prescribe que estas sólo podrán abrirse por medio de una orden judicial. Alcanzan los dedos de una mano para contar las veces que eso ha ocurrido: sucede que sólo el 0,5% de las denuncias contra funcionarios que trascendieron entre 2005 y 2017 lograron una condena firme en la Justicia provincial o federal, según una investigación publicada por LA GACETA en 2018. Una filtración también es difícil debido a que el artículo 13 castiga con la “exoneración” a quienes violen la obligación de resguardar los datos. En la práctica, la Ley 3.981 resulta incontrolable tanto desde el punto de vista de su observancia como de la veracidad de los datos proporcionados por quienes deben confeccionar y entregar las declaraciones juradas.

Lo paradójico es que, al sancionar la normativa en 1973, los legisladores tucumanos quisieron despejar las sombras y emitir una señal de republicanismo. Miguel “Michel” Isas (Vanguardia Federal) y José “Pepe” Nadef, quien representaba al peronismo juvenil, aseguraron en 2017 que la Ley 3.981 jamás quiso ser un candado, sino todo lo contrario. Vale recordar la exposición en el recinto de Raúl Lecchesi (Frejuli), coautor del proyecto: “(la norma) tiene la intención de establecer, en esta democracia reimplantada, cómo han actuado los representantes, con qué limpieza y honradez. Nos encontramos todos los hombres del Gobierno como en una campana de cristal, a la vista del pueblo que observa nuestro comportamiento con ojos ansiosos y anhelantes”. Cincuenta años más tarde, el discurso de Lecchesi compele a voltear el secretismo para realizar el deseo cívico pendiente de ética pública en Tucumán.