Cuenta la fábula que una rana saltó cierto día a una olla con agua hirviendo. Al sentir la tremenda temperatura, su instinto la llevó a lanzarse afuera y así salvó su vida. Sin embargo, en otra ocasión el agua de la olla estaba fría y la rana, creyéndola un estanque, nadó con tranquilidad sin saber que debajo de ella la hornalla iba calentándola más y más. Como es de imaginar, sin el anterior cambio brusco de temperatura la rana no pudo activar su instinto de supervivencia, y esta vez no pudo salvarse. No es ninguna novedad que las áreas urbanas registran temperaturas más altas que los alrededores periurbanos y rurales. Es claro: la urbanización incrementó las superficies asfaltadas y disminuyó los entornos naturales y verdes, convirtiendo a las ciudades en verdaderas “islas de calor”, tal el término utilizado en estos casos. Para ser claros: nuestras ciudades son más vulnerables que cualquier otro sitio del planeta frente al fenómeno del calentamiento global y las temperaturas extremas. ¿Qué rana elegiremos ser? ¿La que advierte los efectos devastadores de la acción humana sobre la Tierra, y no se resigna a morir deshidratada, insolada, quemada? ¿O aquella que, relajada, desdeña el valor de los árboles, de su sombra, y de su capacidad de afrontar los efectos adversos de las islas de calor? Es momento de tomar decisiones colectivas que nos despierten a tiempo de este mal sueño. Disminuyamos drásticamente la liberación de gases que provocan el efecto invernadero e incrementemos los espacios verdes y el arbolado de en nuestras ciudades.           

Raimundo Pedro Buiatti  

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