Por Juan Ángel Cabaleiro

Para LA GACETA - TUCUMÁN

-Hay una saga de ciudades literarias que se superponen, como fantasmas de la imaginación, a otras tantas ciudades reales: Yoknapatawpha, de William Faulkner; Santa María, de Juan Carlos Onetti; Mágina, de Antonio Muñoz Molina... Ahora debemos agregar San Miguel, de María Lobo, una ciudad literaria que es y no es San Miguel de Tucumán, o acaso la provincia entera. ¿Qué nos podés contar de San Miguel, el escenario de tus novelas?

-Me gusta esta idea que traés aquí, a esta charla. Y sumaría, por admiración nomás, a las ciudades invisibles de Calvino. Me interesa mucho esto que decís: la idea de que a través de una novela se nos aparecen ciudades como fantasmas de la imaginación o ciudades reales. En verdad yo no estoy segura de que exista tal oposición. No creo en las ciudades reales. Hay un libro muy hermoso de Franco Moretti, que se llama La literatura vista desde lejos. En esos ensayos Moretti plantea que, en la literatura, se presentan al menos dos formas de organizar el espacio. Una forma es la que él identifica como la mentalité, que es la que repite las supuestas rutinas de lo cotidiano y que, se supone, construye una ciudad a partir de lo material. La otra forma de la que habla Moretti es trabajar con el espacio a partir de la ideología, que es la mirada que, deliberadamente, prefiere apartarse de la realidad y reproduce un espacio de connotaciones distintas a ese sustrato material. Lo interesante de esta idea es que, finalmente, incluso las ciudades construidas desde la mentalité son eso: construcciones. Así que la ficción, por lo menos para mí, siempre es un mapa de la ideología que, incluso cuando intenta erigirse a partir de la mentalité, termina en una construcción arbitraria. San Miguel es una ciudad que siempre he pensado a partir de ese borde entre lo material y lo ideológico. Y tiene mucho de arbitrario. En El interior afuera es un espacio confuso, en San Miguel es una ciudad capital. Pero más allá de esas variaciones, San Miguel es una ciudad, y destaco esta palabra, ciudad, para señalar que no es un lugar ruralizado. Las montañas aparecen muy cerca. Y está habitado por personas pequeñas.

-Ya que ponés el énfasis en la palabra «ciudad», la Ciudad Universitaria, como proyecto inconcluso, ¿no se aproxima, al menos, a la categoría de ciudad literaria? En ese caso tendríamos una dentro de otra; ¿cómo surge la idea de utilizar aquel proyecto descomunal como marco para Ciudad, 1951?

-Está muy bien esto que resaltás de que la ciudad universitaria es el marco de Ciudad, 1951, en el sentido de que no es una novela sobre la ciudad universitaria. Aunque sus protagonistas hablan sobre ella, por supuesto. Es una historia de amor entre un arquitecto y una arquitecta, ficticios por supuesto, que forman parte del equipo que llevó adelante el proyecto. Es una larga conversación entre ambos. De hecho, el período temporal de la novela es muy breve: arranca en una mañana y termina poco después del mediodía, que es el tiempo que a ellos les lleva hacer el recorrido a pie desde el centro de San Miguel hasta el cerro. Si me preguntás por qué decidí escribir en ese entorno, diría que es por la presencia. Ese lugar estuvo siempre ahí. Un edificio inabarcable. El bosque. Entonces, en lo personal siempre sentí que ese lugar me hablaba desde un silencio que está ahí, que te entra por la piel cada vez que llegás ahí arriba. Me interesaba interrumpir ese silencio. Después, cuando empecé a rumiar la novela, fueron muy importantes las conversaciones con mi amigo Lucas Guzmán, que es arquitecto. Yo me preguntaba, concretamente, si podría escribir sobre dos personajes que son arquitectos. Hablando con Lucas fui entendiendo que sí. Porque Benita y Charles hablan sobre arquitectura y sobre arte, que son dos temas que me parecían lejanos, pero pude ir entendiendo que eran temas que estaban cerca. En un momento, mientras leía el material sobre la ciudad universitaria, entendí que la arquitectura y el arte son lo mismo que la literatura, una forma de mirar el mundo. Y entonces la novela se desplegó hacia allí, hacia esa mirada del mundo. Benita y Charles hablan sobre una clase de amor específico, ese amor que es importante porque no se sostuvo en el tiempo. Hablan sobre la familia, sobre la muerte. Sobre los temores más humanos. Y hablan mucho, especialmente Benita, sobre qué significa ser provinciano.

-Ciudad, 1951 es una novela en donde el amor predomina. Pero una novela de amor en donde el erotismo, como en el resto de tu obra, no llega a mostrarse. Se trata de un amor intelectual, que surge y se manifiesta en la conversación y en la palabra. Los diálogos, por otra parte, ocupan un lugar preponderante en tus novelas. ¿Son más importantes las palabras que las cosas?

-Es cierto. Nunca me preocupó desarrollar ningún tipo de erotismo. Supongo que esto tiene alguna relación con el arte que a mí me interesa leer. No soy de adentrarme en los libros que se presentan como eróticos. Y si estoy leyendo algo y me aparece una escena erótica, suelo pasármela bien por encima. No me interesan. Supongo que también tiene relación con esto que estás diciendo del amor intelectual o el amor de la conversación. Acabamos de inventar una categoría: el amor conversacional.

Lo que puedo decir aquí es que tengo una fe inquebrantable en la conversación. Pienso que escribir un diálogo es la manera más honesta de hacer emerger el mundo de un personaje. Un autor puede estar describiéndome de la mejor manera y poner el mejor adjetivo sobre un personaje, pero yo siempre voy a saber mucho más de esa persona a partir de lo que esa persona dice, a partir de las cosas que entran en el territorio de su habla. Qué palabras usa, cuándo las usa. Cuándo interviene. Cuánto escucha. Cuánto calla. Todo eso que forma parte del universo de la conversación. Y ese terreno, también, está atravesado por matices que me parecen misteriosos y que están en la esencia humana. Uno de esos matices es la necesidad de hablarnos a nosotros mismos. Conversar es también no escuchar. La conversación humana es sorda. Este es un punto que creo hace la diferencia entre un buen y un mal diálogo, y por qué no, lo que marca la diferencia entre un buen ejercicio y hacer literatura. Me produce mucha admiración ese diálogo que es capaz de dar cuenta de la cualidad humana. Otro matiz está vinculado a esto que decís sobre la importancia de la palabra: en la conversación también se pone en evidencia hasta qué punto una persona puede o no sostener con hechos lo que dice con palabras. En fin, en la conversación aparecen destellos que me conmueven. En la conversación aparece también, si empiezas a mirar más de cerca, la dimensión entre aquello que hablamos y aquello que, simplemente, estamos imaginando. Ahora estoy trabajando en una novela que intenta detenerse en esto.

-Me gustaría referirme al estilo. En Ciudad, 1951, el narrador, por momentos, parece reproducir las vacilaciones del pensamiento y la introspección, como en un monólogo interior, reflejo de los personajes. En la sintaxis, que se aleja de las estructuras convencionales, la forma acompaña al contenido. ¿Hay una búsqueda intencionada de un estilo personal? ¿Qué importancia le das a esa cuestión?
-Entre otras cosas, Ciudad, 1951 es un homenaje a Ítalo Calvino. Entonces, esas intervenciones forman parte de ese homenaje. Fijate que más o menos hacia la mitad de Las ciudades invisibles, Kublai Kan -que es el emperador tártaro a quien Marco Polo le va contando sus viajes- dice que se ha dado cuenta de que Marco Polo lo ha estado engañando. Le dice a Marco Polo que, en realidad, él ha estado haciendo todos esos viajes sólo para librarse de su carga de nostalgia. Le dice: “confiesa lo que contrabandeas, estados de ánimo, estados de gracia, elegías”. Si tengo que responder a tu pregunta, no hay una búsqueda de un estilo personal en el sentido de situarme en un lugar de creación donde todo esté bajo control y se pueda alcanzar un estilo precioso o exquisito. Lo que he ido aprendiendo, en todo caso, es a respetar el sentir de mi escritura. He aprendido a respetar lo que he ido identificando como una actitud que aparece en mi trabajo, que podría decirte que es una actitud elegíaca. Una escritura que lamenta ciertas pérdidas. Ese narrador es la confesión del contrabandeo, de la elegía. Siempre está para hablar de ese dolor por lo que se ha perdido. Aparece en esta novela, Ciudad, 1951 y también en El interior afuera, que precisamente son dos libros que conversan entre sí: el protagonista de Ciudad -Charles Wagner- es el abuelo de Charlie Wagner, un personaje secundario de El interior. Y las novelas conversan también a partir de ese narrador que toma esa forma antigua. Para respetar ese lamento. Para respetar una escritura que siempre tira hacia atrás.

-Hablando del oficio: en Ciudad, 1951, Benita se queja de la condición provinciana. ¿Cuánto de ese reclamo pertenece a la autora? ¿Te has enfrentado a obstáculos por escribir desde una provincia como la nuestra?
-Yo tendría que decirte que como autora no he tenido obstáculos por escribir desde una provincia. Pero eso no significa que no me dé cuenta de que eso no es un malentendido privado. Porque hay cosas que, aunque no te afectan de modo personal, en realidad son una tragedia de la historia. Para ser más específica: yo no deseo viajar todo el tiempo a Buenos Aires ni moverme por las provincias, pero existe una tragedia que me excede. Hay muchísimas preguntas que dan cuenta de esa tragedia, ¿por qué, mientras Buenos Aires se comunica al resto del país por avión, en el caso de nosotros, los provincianos, para ir de una provincia a la otra sólo tenemos rutas en mal estado? ¿Y nuestros trenes, dónde están? ¿Por qué, cuando un autor de Buenos Aires gana un premio internacional los títulos de los diarios dicen “el escritor argentino” y cuando en cambio lo gana Mariano Quirós, por ejemplo, el titular dice “el escritor del Chaco”? ¿Por qué, en un momento en que felizmente resulta inaceptable cualquier calificativo que señale a la mujer como una persona inferior, el adjetivo provinciano sigue vigente como sinónimo de atraso? ¿Por qué nosotros lo aceptamos?

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Perfil

María Lobo nació en 1977, en Tucumán. Estudió Comunicación y obtuvo el título de Doctora en Humanidades en la UNT, donde ejerce la docencia. Ha publicado las novelas San Miguel, El interior afuera y Los planes, y las colecciones de relatos Santiago y Un pequeño militante del PO. En 2022, su novela Ciudad, 1951 fue distinguida con el Premio de Novela del Fondo Nacional de las Artes. Será publicada en febrero por la editorial Tusquets. Escribe acerca de un lugar llamado San Miguel.

Adelanto de Ciudad, 1951*

Por María Lobo

La ciudad estaba desierta y penetrada de aquel olor a San Miguel, ¿humo?, ¿el vapor de personas diferentes?, aspirar un lugar. Si acaso él se volviera sobre  sus pasos, si Charles hiciera eso Benita, ¿todavía estaría allí?, ¿la encontraría justo donde se habían separado? La luz del almacén se veía encendida, pero Charles decidió dar la vuelta hacia el este. Una pareja que caminaba detrás, y a la que él no había visto, se detuvo de pronto para no tropezarse con él y luego le abrió el paso. Charles llegó a la primera esquina, esperó el cruce del tranvía, tal vez Benita apareciera del mismo modo en que se había perdido hacía solo un instante; luego Charles se quitó el sombrero, ¿se puede estar con alguien y no renunciar a nuestra imagen de persona en estado de superación?, ¿salir a la vida como un hombre que se ha enamorado y aun así seguir pareciendo libre? Tocar un timbre, ser un desconocido que pregunta por una mujer cuyo nombre lo excita desde que lo ha oído por primera vez. Benita. Invitarla a qué. Alcanzó la segunda esquina, bordeó el charco, saltó las vías, ¿algo se descomponía debajo de las calles de San Miguel? Entonces ella apareció; también llevaba su sombrero en la mano, y sus pantalones muy largos, y su abrigo muy grande o muy largo, y la mochila colgada de un hombro. Invitarla a dónde. Benita se había vuelto sobre sus pasos y ahora estaba allí. Parada en una vereda, mirando al frente; ella era una testigo de alguien (testigo de un Charles); testigo de un hombre que se había vuelto sobre sus pasos solo para mirar otra vez a una mujer. Charles se acercó y le ofreció cargar su mochila, como si estuvieran a punto de emprender un recorrido. Era Benita quien tenía el derecho a decidir hacia dónde ir. Aunque llevaba tres años en la ciudad, Charles no era más que un recién llegado en San Miguel. No sabría decir cuál debía de ser el destino adecuado en una noche como aquella; no lo sabría no porque él fuera un extranjero en San Miguel sino porque lo era -un extranjero, Charles era un extranjero-, Charles era un extranjero en la tierra de la edad que hoy tenía -un extranjero en el aire del tiempo, en cualquier lugar-. Se colgó la mochila de ella en el mismo hombro en el que cargaba la de él. Charles ahora tenía dos mochilas colgando de su hombro. Miró hacia las azoteas.

* La novela saldrá en febrero, editada por Tusquets.