“Debió de ser una canasta de flores molotov”,

delicado nombre japonés para la bomba

de dispersión automática.

John Hersey, Hiroshima

Como en sus películas anteriores, el director Christopher Nolan esgrime en Oppenheimer (2023) un argumento laberíntico. Varias historias se narran de forma simultánea: Strauss (general judío que admiraba al científico) reconoce frente al tribunal que lo examina las dotes, pero sobre todo los errores de Oppenheimer en su militancia comunista, considerada por él como una traición a la patria. Vemos a Oppenheimer en sus relaciones múltiples: con los colegas antes del proyecto en Los Álamos, con su amante psicoterapeuta, con su esposa desgraciada, con sus miles de colaboradores en Los Álamos, con sus alumnos, con su mujer antes de la prueba Trinity. El director retrata un Oppenheimer por momentos torturado y en otros victorioso, alguien que se ha convertido en político (según el dictamen desdeñoso de un colega), que ha dejado su principal faceta como físico teórico y que ha conquistado la primera arma asesina de cien mil cuerpos indefensos. Nolan dibuja el perfil contradictorio de una persona asediada por su propio fantasma: Oppenheimer es él mismo y es los otros en los que se convierte a lo largo de su larga vida. Como en una pintura cubista, la película muestra las facetas de un individuo que no es uno sino muchos, un poliedro voraz hecho de diálogos (por momentos asfixiantes), trepidante ritmo en el montaje, sonidos agudos y graves (en breves resoluciones) que interceptan el modo clásico del relato, clips de imágenes abstractas que funcionan como metáforas de los experimentos científicos.

La interpretación de Oppenheimer no es sólo un retrato: a través del biopic y de su narración laberíntica el director esboza un período histórico y el auge del patriotismo estadounidense en la Segunda Guerra.

Según la versión canonizada, Estados Unidos lucha contra la tiranía de Hitler, contra el Imperio del Japón y contra la autoritaria Unión Soviética. Se podría decir que la película muestra el paso de la oposición a Hitler a la oposición a Japón y a la oposición a la URSS. En primer término, el país (un modelo de democracia republicana) se enfrenta a su opuesto: el nazismo de Hitler, y lo hace no sólo en términos ideológicos sino que Oppenheimer encarna al científico que se adelanta en la construcción de una bomba cuya fórmula de preparación los nazis ya habían conseguido. Estados Unidos proyecta el uso de la bomba contra el siguiente enemigo: el Japón imperial. Pero, ¿la bomba fue lanzada para vencer a un país que ya estaba vencido? El verdadero enemigo parece ser el oponente futuro y simétrico: el comunismo soviético. El relato deja en claro que, aunque los japoneses ya estaban vencidos, el esperado lanzamiento de la bomba se realiza como una conquista científica, tecnológica y vital, como la concreción de un deseo nacional, como una forma de probar la fuerza política de una patria superior, la de Estados Unidos. Y es allí en donde empieza la revisión crítica de la perspectiva histórica canonizada. Nolan desliza una interpretación del uso de la bomba y hace una película que cuenta el drama de un hombre (comunista, sensible, lector de Thomas S. Eliot, polímata, seductor, ególatra) para narrar el exultante patriotismo bélico de Estados Unidos.

La bomba y sus consecuencias

¿Qué consecuencias ha tenido el lanzamiento de la bomba atómica? Ha mostrado la crueldad humana, ha destruido ciudades, ha asesinado en segundos a cien mil personas, ha exhibido el cinismo de Truman, ha expresado el poderío militar de Estados Unidos y ha puesto en acto una paradoja. Héctor Ciapuscio, en su libro Nosotros y la tecnología, se refiere al famoso proyecto Manhattan. También alude a las relaciones de los científicos alemanes con el desarrollo de las investigaciones a propósito de la fisión nuclear y la no bomba de Hitler. Ciapuscio comenta que después de varias décadas se abrieron los archivos que contenían las grabaciones de las conversaciones que mantuvieron Otto Hahn y Werner Heisenberg a propósito de la bomba de Hiroshima. Según la interpretación prudente y favorable de estas conversaciones, los científicos alemanes (en especial Heisenberg) tuvieron un ímpetu humanitario y dejaron prevalecer los valores éticos cuando aconsejaron negativamente a Hitler sobre la construcción de la bomba. Según Ciapuscio, Heisenberg desaconsejó a Albert Speer, el sagaz ministro de Armamentos y, además, pensó que la creación de la bomba conllevaría una tragedia y prefirió que su país perdiera la guerra antes que se produjera un desastre mundial.

Si ponemos en diálogo la experiencia del proyecto Manhattan y la actitud de Heisenberg y los científicos alemanes, podemos pensar que estamos frente a una paradoja ética. Por un lado, Estados Unidos fue, durante la guerra, el país que defendió los valores republicanos, la libertad de expresión, se manifestó en contra del fascismo e impulsó una guerra contra el totalitarismo. Ese país, paladín de la justicia y la libertad, apoyó el diseño y el lanzamiento de la bomba atómica. No sólo logró una de las mayores proezas que une invención científica y hazaña militar sino que lanzó la primera bomba atómica en tierras niponas el 6 de agosto de 1945. Como dijo el científico austríaco Szilard: el lanzamiento de la bomba no sólo fue una tragedia para los científicos sino para toda la humanidad.

Los alemanes de Hitler fueron la encarnación del mal. Por toda Europa desperdigaron el odio y, basados en falacias racistas, eliminaron a millones de judíos. O, como dice Edgar Morin en Breve historia de la barbarie, “el nazismo es un producto catastrófico de la barbarie europea”. Sin embargo, Heisenberg y su equipo, sumidos en una nación “barbarizada”, tuvieron una actitud ética diversa de la actitud norteamericana. Si le creemos al informe de las grabaciones y a las declaraciones de Heisenberg, ellos no alentaron el diseño de la bomba aunque ello significó la pérdida de la guerra por parte de Alemania. Cuando se encontró con el ministro de Armamentos Albert Speer, Heisenberg aconsejó negativamente sobre la construcción de la bomba. En este caso, los científicos alemanes tuvieron una conciencia ética sobre los alcances de las teorías científicas. Es decir, supieron que sus conocimientos podían contribuir con la barbarie nazi y “eligieron” no poner la ciencia al servicio de la masacre.

Para Sánchez Ron, historiador español de las ciencias, las razones por las cuales Alemania no construyó la bomba son complejas y múltiples. En su libro El poder de la ciencia, sostiene que Alemania tenía una ciencia desperdigada, organizada de acuerdo al sistema universitario decimonónico (era una ciencia individualista, atomizada y dispersa), no poseía una producción industrial acorde con la que se necesitaba para la construcción de la bomba y, además, los nazis no tenían como meta principal la bomba. Como escribió el ministro Speer en su diario (citado por Sánchez Ron): “me dio la impresión de que la bomba atómica no iba a tener trascendencia en la guerra”.

No planteo que los científicos alemanes no tuvieran una responsabilidad ética respecto de lo que fue la ciencia durante el nazismo. Como escribió Sánchez Ron, los científicos alemanes sabían que los nazis saqueaban la industria belga, checoslovaca y búlgara, sabían que para su desarrollo tecnológico usaban mano de obra esclava y tenían conciencia de los campos de concentración. Es decir, los científicos alemanes tenían una flexibilidad ética confusa y perversa. Con todo, lo que quiero decir es que las actitudes éticas de Heisenberg y su equipo eran diversas de las de los científicos norteamericanos y, probablemente, eran una reacción a las circunstancias que le planteaba el régimen nazi. Los alemanes no construyeron la bomba, pero no lo hicieron por la “bondad” de Heisenberg sino por las razones complejas y múltiples esgrimidas por Sánchez Ron en El poder de la ciencia.

Hiroshima

John Hersey narra los horrores que vieron los sobrevivientes de la tragedia en Hiroshima. Y cuenta que, como efecto atroz de la explosión, “un pintor subido en su escalera había sido perpetuado, como monumento de bajorrelieve, en el acto de mojar su brocha en el bote de pintura”.

a película de Nolan no narra las consecuencias materiales de la bomba; no muestra los cuerpos destrozados, el magma de magnesio como mácula insepulta, el olor pútrido de cien mil muertos, los edificios derruidos. Pero hay una escena que ilustra, como una sinécdoque monstruosa, el efecto del horror: mientras Oppenheimer dice su orgulloso discurso después del lanzamiento, una blanquísima luz estridente quema los cuerpos de los asistentes y enceguece el rostro extrañamente eufórico del científico. Como si fuera una anticipación metafórica, la escena indica magníficamente el terror anticipado.

¿Sólo nombres?

La bomba no fue sólo una bomba sino el convencimiento psicópata del piloto que la lanzó, el hecho de poner un nombre humano al bombardero, la invención incendiaria del Prometeo humano, la voluntaria ceguera de Truman, el detalle no menor de colocar un apodo a la explosión masiva. “Enola Gay” no es una aeronave indiferente; “Little boy” no es un simpático seudónimo. “Enola Gay” es el nombre del bombardero y es el nombre de la madre del piloto del bombardero. “Little boy” es el nombre de la primera bomba y se la trató como a un pequeño muchacho salvavidas. ¿La estúpida idea de nombrar al avión y a la bomba no implica tratarlos, de modo perverso, como si fueran más humanos que las víctimas inocentes?

El 9 de agosto 1945 una gruesa neblina cubría el cielo de Kokura. La segunda bomba estaba destinada a la ciudad de Kokura. El gobierno norteamericano decidió cambiar el objetivo y lanzó la bomba en Nagasaki. Hace menos de un año, el señor Hashimoto (un ciudadano japonés que vive en Argentina) me dijo, resignado a la nada, que “si no hubiera habido neblina en el cielo de Kokura yo no estaría aquí”. Los cien mil cadáveres de Hiroshima no pueden decir lo mismo. Ellos murieron por la obstinada decisión de un presidente asesino y por la irresponsabilidad de un grupo de científicos.

En Oppenheimer, el presidente Truman redobla la apuesta criminal. Se burla de Oppenheimer (lo trata como cobarde) y se regodea en el valor de la decisión correcta. El cine tiene la maquínica facultad de multiplicar hasta el infinito las imágenes del infierno. En la escena repetida, Truman no se redime: comete el mismo error y el horror vuelve como en el eterno retorno de lo idéntico.

© LA GACETA

Fabián Soberón - Profesor de Teoría y Estética del Cine de la Escuela Universitaria de Cine.

PERFIL

Robert Oppenheimer nació en Nueva York en 1904. Era hijo de un acaudalado importador alemán que había emigrado a EE.UU. Estudió química en Harvard y siguió estudios de física experimental en Cambridge y Gotinga, Alemania, donde estudió bajo la supervisión de Max Born. Fue profesor en Berkeley. Encabezó, como director científico, el proyecto Manhattan, que derivó en la creación de las primeras bombas atómicas. Después de la Segunda Guerra fue asesor jefe de la Comisión de Energía Atómica de EE.UU., posición desde la que abogó por el control global y la no proliferación del poder nuclear. Fue perseguido en los 50, durante el macartismo. Murió en 1967, en Princeton, donde fue director del Instituto de Estudios Avanzados.