La trama secreta de los regresos de Perón

La trama secreta de los regresos de Perón

Qué revela el archivo personal del líder justicialista sobre su frustrado viaje de 1964.

La trama secreta de los regresos de Perón
23 Julio 2023

Por José Claudio Escribano
Para LA GACETA - BUENOS AIRES

Según el imaginario peronista y la runfla que divaga por las redes sociales, al anochecer del 1° de diciembre de 1964 Juan Perón salió subrepticiamente de su residencia de Puerta de Hierro, en Madrid. Saludó a la eterna guardia que lo custodiaba por órdenes del régimen de Franco, y cambió de automóvil unas tres cuadras más adelante.
La leyenda, difícil de corroborar y en principio inverosímil, pero grata a quienes le dieron forma, dice que Perón estaba oculto en el baúl del primer automóvil, y que fue en el segundo en el que llegó al aeropuerto de Barajas. Allí, como sabemos con certeza, tomaría a la medianoche el vuelo 991 de Iberia, con escalas previstas en Río de Janeiro y Montevideo, y destino final en Buenos Aires. Comenzaba la azarosa Operación Retorno a la Argentina.

El vuelo concluiría de manera intempestiva, por lo menos para los viajeros más desprevenidos e inocentes, los sentados en clase económica, cuando el avión de Iberia aterrizó, alrededor de las 10, en el aeropuerto Galeão, en Río de Janeiro. Después de carretear un largo trecho, se detuvo exactamente en el lugar donde esperaba un fuerte contingente de efectivos militares brasileños. Rodearon por completo el aparato e hicieron saber que nadie debería moverse de los asientos.
¿Perón qué sintió cuando se abrió la portezuela y ascendió el jefe de Protocolo de Itamaraty, João Lampreia, para decirle que no podría continuar el vuelo a Buenos Aires y que había instrucciones de devolverlo cuanto antes al lugar de partida, Madrid? ¿Sintió alivio, como algunos conjeturaron? ¿Indignación, como creyeron otros? Algo es cierto: Perón protestó e invocó que revestía la condición de “pasajero en tránsito”. Fue inútil: Lampreia contestó que tenía instrucciones rotundas de atenerse a lo dispuesto por las autoridades superiores. O sea: el gobierno del mariscal Humberto Castelo Branco, jefe de la revolución que había derrocado el l° de abril de 1964 al gobierno populista de João Goulart.

La historia ha sido contada de mil maneras. Incluso, con el aditamento fantasioso de que Perón había viajado con una metralleta y, otros de sus acompañantes, con armas de menor calibre, que no habrían alcanzado, en cualquier caso, sino para enmarañar aún más la situación de todos ellos.
Por años se ha repetido esa versión sin que nadie explicara cómo podrían haber sorteado con aquel armamento la aduana española y cómo haberlo subido a la cabina de primera clase -¿qué otra para los muchachos, no?- en la que se acomodaron Perón y los miembros de la comisión organizadora del histórico vuelo.

La integraban nombres refulgentes en el cielo peronista: Augusto T. Vandor, secretario general de la Unión Obrera Metalúrgica; Andrés Framini, secretario general de la Asociación Obrera Textil; Carlos Lascano, abogado; el ingeniero Alberto Iturbe, uno de los delegados personales en la Argentina que Perón tuvo en sus 18 años de exilio, y Delia Degliuomini de Parodi, que había sido diputada nacional, confidente de Evita, y terminaría sacando a Perón de quicio por sus deficiencias en la conducción de la rama femenina del Movimiento Peronista. También era parte del grupo el empresario, por decirlo de algún modo, Jorge Antonio, ex enfermero del Liceo Militar General San Martín. Este se había ocupado de reservar los pasajes y de algunos aspectos crematísticos del zarandeado tour.

Después de más de 60 años se mantiene en nebulosa de qué forma protocolar procedieron en Barajas las autoridades de inmigración al notificarse de la presencia del ex presidente argentino. Perón debía de haber sido reconocible tan pronto pisó Barajas para los experimentados profesionales de inteligencia que merodean por los aeropuertos, y sobre todo en países como España en la época de mano dura, durísima del generalísimo Franco. La Operación Retorno era abiertamente conocida desde agosto y hasta se atribuía a Perón haber celebrado anticipadamente que el 31 de diciembre levantaría su copa en Buenos Aires. Que se sepa no hubo obstáculos para que subiera al avión.

¿Quería, en verdad, Perón volver a la Argentina? Entre los rituales de la catequesis peronista, el Perón vuelve, con la “v” envolviendo al sonoro nombre, había sido en los nueve años transcurridos desde el derrocamiento de 1955 una de las apelaciones más sensibles al corazón de los partidarios. El famoso “avión negro”, de esos años de sueños y juramentos peronistas, y tan caricaturizado en los teatros de revista de la época, parecía al fin convertirse en realidad.

¿Pero en 1964 ambicionaba, en verdad, el caudillo pisar suelo argentino o había desatado con la propia mano el rollo de una mistificación para jactarse, no más, de que había resuelto volver y lo habían impedido? ¿Una provocación de su parte costosa para todos?

El vuelo 991 de Iberia y las incidencias consiguientes levantaron polvo entre los periódicos de influencia mundial. Hablaron de un bluff. Un editorial de The New York Times resumió con sequedad la impresión general fuera de la Argentina: “Siempre hubo en Perón un toque de charlatán”.
Las palabras del Times calcaban la declaración que había emitido tres meses antes un grupo de intelectuales argentinos cuando se empezó a hablar, con más seriedad de la infundida hasta entonces, de que Perón venía a la Argentina. ¿Venir? Algunos de los más importantes escritores argentinos dijeron en La Nación, anticipándose a los hechos, que las versiones del viaje no eran sino “una prueba de su natural e incorregible inclinación por la falsedad”. Firmaban, entre otros, Jorge Luis Borges, Manuel Mujica Láinez y Carlos Alberto Erro.

¿Qué decir sobre los acompañantes de Perón? Framini estaba a salvo de cualquier sospecha. ¿Y los otros? ¿Querían todos los miembros de la comisión organizadora de la Operación Retorno que el líder estuviera de nuevo entre ellos en Buenos Aires? ¿Y para hacer qué?

La hipótesis más verosímil, junto con la de que Perón había vacilado sobre la conveniencia personal del retorno, suscribe aun hoy que “El Lobo” Vandor, lanzado ya al plan, más sutil que estentóreo, de un peronismo sin Perón, habría propendido, en el fondo, a enclaustrar a este en un callejón sin salida. O hacerle pagar por un papelón insalvable. Vandor, con todo, había insistido como pocos en que Perón no debía demorar el regreso a la Argentina.

Peronistas de una pieza se han preguntado por años si Perón no cayó en la celada de una traición. Se preguntaron cómo nadie había organizado, al conocerse la interrupción del viaje en Río de Janeiro, otro espontáneo “17 de octubre”. John Cooke protestó por la inacción.

Nadie con alguna autoridad en el peronismo llamó el 2 diciembre de 1964 a la movilización general o a un paro sindical de actividades, por más que el gobierno de Illia había anunciado que reprimiría las manifestaciones públicas. Tampoco había indicios de haberse analizado en el peronismo la hipótesis de cómo responder frente a hechos como los que se precipitaron en Río. Cabía la posibilidad de que se hubiera examinado esa hipótesis, como habría correspondido a un estado mayor político y profesionalizado, y que fueran descartadas las respuestas de calle por una diversidad de razones. ¿Por pedido de Perón? ¿Por ardides de quienes intrigaban para jubilarlo como líder?

En las primeras horas del 3 de diciembre el avión de Iberia que había llevado a Perón a Río volaba en curiosa órbita de regreso a España. Aún hoy asombra el vértigo de lo sucedido. El título de apertura de La Nación del 2 decía, en potencial, que “El ex dictador Perón habría dejado Madrid” y, en el ejemplar del 3, aseveraba: “Regresa el ex dictador, por vía aérea, hacia la capital de España”.

Fueron 24 horas inolvidables en la Redacción del diario y fantástica la fugacidad de la gran noticia por imperio de la vasta movilización diplomática que se había producido. Itamaraty resumió lo ocurrido en una declaración en la que compartió responsabilidades por el caso. Informó que “dentro del más elevado espíritu de colaboración existente entre Brasil y la Argentina el gobierno brasileño estuvo de acuerdo en interrumpir el viaje que el señor Juan Perón realizaba en el avión de Iberia”. “Señor”, no general; los brasileños se atuvieron a que había sido degradado por el Ejército argentino.

Por esos días Lyndon Johnson acababa de ser electo presidente de los Estados Unidos al cabo de un año en la Casa Blanca a raíz del asesinato de John Kennedy, de quien había sido vicepresidente. El Departamento de Estado seguía minuto a minuto el desarrollo de los acontecimientos en Río. Los consideraba de fuerte influencia en la región según la forma en que se resolvieran. Sobre el secretario de Estado, Dean Rusk, pesaba, además, una motivación familiar para interesarse por tan delicado asunto: su hijo John estaba casado con una argentina.

Los brasileños permitieron a Perón bajar del avión después de tensas conversaciones de las autoridades brasileñas con la tripulación y funcionarios de Iberia que plantearon la imposibilidad técnica de un regreso inmediato a Madrid sin respiro alguno. Perón estuvo virtualmente detenido casi hasta la medianoche del 2 al 3 en el aeropuerto de Río. Le alcanzó el tiempo para calificar la situación de “acto de piratería” e involucrar en lo sucedido a los Estados Unidos y el Reino Unido.

Al llegar Perón a España, Franco echaba chispas por el ajetreo que había recaído sobre su gobierno. Dispuso que el avión se desviara a Sevilla a fin de que todos tomaran nota de su incomodidad con el ex presidente argentino. Con lógica implacable y fría, un funcionario español declaró que Perón había dispuesto de un pasaporte en regla para partir, pero no visado para entrar en España.

© La Nación

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