Las preguntas son ineludibles. ¿Qué hubiera pasado si los crímenes de los dos policías habrían ocurrido antes del 11 de junio? ¿Cómo habrían impactado en las urnas las protestas de familiares de agentes para reclamar seguridad al Estado? La imagen del cajón con los restos del oficial Víctor Emanuel Lazarte, de apenas 22 años, frente a la Casa de Gobierno, ¿habría bastado para provocar un sismo en el ya tambaleante manzurismo?
La conmoción por estas horas permanece. En parte, porque la sensación de indefensión ciudadana está latente. Las muertes de Lazarte y del cabo Ramón Sánchez no sólo se suman a la lista de 54 asesinatos cometidos en Tucumán en lo que va del año, que ya de por sí alarma, sino que abren una puerta para que penetre el miedo. ¿Si la Policía reclama seguridad al Gobierno, qué le queda al resto de la sociedad? La respuesta, de por sí, asusta.
Desde el inicio del alperovichismo, en 2003, las políticas públicas en materia de seguridad fueron erráticas en Tucumán. Y tan cambiantes como el número de funcionarios que pasaron por allí. Sin mencionar secretarios del área ni jefes policiales, sólo entre los ministros se cuentan a Pablo Baillo, Mario López Herrera, Jorge Gassenbauer, Regino Amado, Claudio Maley y ahora Eugenio Agüero Gamboa, que continúa en el cargo. El asunto, entonces, no pasa exclusivamente por los nombres, que claramente influyen, sino por la silla que ocupan y por las prioridades del Estado al que representan. Basta mencionar que el área que menos desarrollo tuvo en los discursos gubernamentales, tanto de José Alperovich como de Juan Manzur, fue precisamente la de seguridad. Sólo hay dos lecturas posibles: o hay desinterés o hay incapacidad.
El silencio y los gritos
Con Manzur en retirada –y en silencio- la atención se posa, indefectiblemente, en Osvaldo Jaldo. Hasta aquí, sólo la comisión de Seguridad de la Legislatura emitió una declaración de preocupación y repudio a lo sucedido, mientras que en el oficialismo cada vez son más las voces que se alzan para reprochar la pasividad ministerial.
Por lo pronto, Agüero Gamboa se mantiene al margen. “Creo que no tengo motivos para presentar la renuncia porque estoy dando todo lo que tengo que dar. Estoy en los lugares del hecho. Acompaño a la Policía en los lugares del hecho. La ciudadanía sabe que estoy en las buenas y en las malas. Voy a seguir trabajando fuertemente hasta que lo disponga el gobernador”, dijo este martes.
El desafío –y el riesgo- para el gobernador electo son enormes, al punto que muchos de los gritos de los familiares de las víctimas en la plaza Independencia lo tuvieron como coprotagonista. Es el precio a pagar por una transición larga y confusa. Cada inacción o yerro del manzurismo durante los 106 días que restan hasta la finalización del mandato tendrán coletazos en el incipiente jaldismo. Es inevitable.
En particular, por los pormenores de la historia reciente. Entre los pandémicos 2020 y 2021, el principal cuestionamiento del vicegobernador al gobernador se centró en la seguridad. Al punto que en la Legislatura se acumularon por esos años los pedidos de interpelación contra Maley. Fue la estrategia que utilizó en aquella ocasión para instalarse ante el electorado tucumano en las Primarias Abiertas Simultáneas y Obligatorias como oposición al manzurismo. Y que evidentemente le dio réditos: el espacio del saliente gobernador no pudo liquidar al tranqueño en la interna oficialista y, de esa manera, Jaldo quedó instalado como el único sucesor posible para garantizar unidad en el peronismo y triunfo en 2023. No hubo concesión de Manzur a Jaldo al elegirlo como candidato a gobernador, sino necesidad. Y rendición.
Potenciado o debilitado
Pero lo que antes lo potenció, ahora puede debilitarlo ante el menor descuido. Jaldo asumirá casi sin margen para relajarse en materia de seguridad porque él impuso la agenda. Lo hizo en 2019, cuando retomó la insistencia por la ley de narcomenudeo. Si bien la norma se sancionó y promulgó en 2014, la Corte Suprema de Justicia truncó su aplicación a instancias del ministro público fiscal, Edmundo Jiménez. Cinco años después, se aprobó otro texto con el objetivo de esquivar aquellas trabas legales. No obstante, el máximo tribunal de Justicia volvió a frenar la ley. Así, ya con Manzur como jefe de Gabinete y sentado en el sillón de 25 de Mayo y San Martín, Jaldo volvió a apurar un desenlace y reclamó a la Corte que levantara la medida cautelar que mantenía paralizada la ley.
En paralelo, avanzó contra Maley y en acuerdo con Manzur precipitó su tardía salida del Ministerio de Seguridad. En marzo de 2021, Agüero Gamboa ocupó el lugar del ex gendarme a partir de charlas entre el jefe de Gabinete y el propio Edmundo Jiménez (el actual ministro se desempeñaba en el Ministerio Público Fiscal). Durante los más de 500 días que estuvo al frente del Poder Ejecutivo, Jaldo le tomó “cariño” a Agüero Gamboa, según admiten dirigentes que rodean al todavía vicegobernador.
La cuestión entonces implica toda una decisión sobre la identidad que pretende tener el futuro mandatario. O mantiene al actual ministro con el riesgo de que eso sea interpretado como una continuidad del manzurismo, o bien apuesta a un cambio total para dar indicios de renovación y gozar de cierto margen de paciencia social y política. Es la definición central que debe tomar Jaldo durante los tres meses y dos semanas que restan hasta que tenga en sus manos el bastón de mando. La vigente y cuestionada ley de narcomenudeo, de la que se siente responsable y sobre la que milita activamente, le suma presión. Sencillamente, porque acarrea una tensión institucional permanente con sectores del Poder Judicial que la resisten –es el caso del propio ministro fiscal- y porque expuso a la fuerza policial a una nueva realidad: la lucha cuerpo a cuerpo contra los narcos. De por sí, este segundo elemento es peligroso sin una presencia férrea y constante del ministro –sea quien fuere- y del propio gobernador. Es decir, no hay demasiados fusibles que salten antes de que el daño pueda ser irreparable.
Entre los dirigentes del peronismo Jaldo obtuvo un mote particular. Desde hace varios años lo llaman “El comisario”, un poco por el bigote que lo caracterizaba pero otro tanto para referirse a sus modos de conducción política. Con el tiempo, el apodo se generalizó y el destino quiso que, en las puertas de su mandato como gobernador, adquiera una vigencia inesperada. Paradojas de la predestinación, desafíos y riesgos autoimpuestos de la gestión que se avecina.