El caso de Julio, el hombre que fue encadenado por su familia en una habitación precaria, debido a su problema de adicción, no es el primero que se conoce en la provincia.
En agosto de 2012, Érica Lescano recibió a LA GACETA para exponer los problemas que las drogas le habían traído a tres de sus siete hijos. En esa nota, la mujer reveló que había resulto encadenar a su hijo de 16 años en el patio de la casa para evitar que el chico saliera a robar. El adolescente había dejado la escuela y se dedicaba de pleno al robo y el consumo.
“El otro día salió a asaltar para drogarse y lo golpearon entero. Casi lo matan”, contó Érica, quien al menos en esa época habitaba una casa cercana al lecho del río Sali, en el barrio La Costanera de la capital.
La mujer expuso que por esos días la violencia había recrudecido por un inesperado cambio: la inflación había llevado a que la dosis de paco, que los adictos compraban por $ 5, subiera exponencialmente a valores de entre $ 10 y $ 15. “La cosa se puso muy fea por aquí”, ilustró Lescano, que decidió encadenar a su hijo para alejarlo de las peleas en la calle.
En esa crónica, una periodista de nuestro diario se entrevistó además con las madres de otros adictos. “Vivimos con la angustia de saber que en cualquier momento alguien golpeará la puerta para avisarnos que nuestro hijo ha muerto o que ha matado a alguien”, señaló Elsa Juárez, vecina del barrio El Palomar, que se ubica del otro lado del río, en Banda del Río Salí. Su hijo por ese entonces tenía 26 años, aunque -según Juárez- “por el efecto de las drogas su cerebro ya es como el de un niño de 10 años”.