“Creía que las novelas llegaban a mí como un regalo del cielo y que, tal vez, la próxima vez no iba a suceder. Ahora sé que es mi oficio y tengo más experiencia: si me doy suficiente tiempo para investigar y para escribir, puedo contar casi cualquier historia”, afirmó Isabel Allende sobre los cambios que vivió en estos 40 años dedicados a la escritura de novelas exitosas en toda Latinoamérica y en el mundo.
“Sin embargo, el mayor cambio que viví fue pasar de la máquina de escribir a la computadora”, dijo riendo: “escribía en una pequeña máquina portátil en donde no podía hacer copias ni corregirlas. Hacer eso significaba escribirlas en otra hoja y pegar con cinta scotch el párrafo entero con el mismo número de letras. ¡Qué loco! El próximo cambio, espero, será la inteligencia artificial”.
Aislada en su escritorio, Allende atiende a medios de toda América Latina vía Zoom. Ya no está dispuesta a realizar largas giras promocionando sus libros. Lanzó su último trabajo, “El viento conoce mi nombre”, en Nueva York, presencial, y luego destinó los meses de junio y julio para brindar conferencias on line con periodistas de todo el mundo, sumado a una operación de ojos en la que piensa todos los días.
La escritora está literalmente aislada porque su tercer marido, Roger Cukras, con quien se casó en 2019, tiene covid-19 y elige la comodidad de su escritorio para recibir a la prensa. Es allí, en esa sala blanca y luminosa, donde se recluye a escribir todos los 8 de enero una nueva novela, como lo hace desde hace 40 años cuando empezó escribiéndole desde su exilio en Venezuela, una carta a su abuelo moribundo, que terminó convirtiéndose en un best seller: “La casa de los espíritus”.
En su escritorio la acompañan justamente esos espíritus que le sostienen la mano y la acompañan en su vida. Detrás de ella se encuentra una fotografía de su mamá “cuando era jovencita” junto a su hermano Juan: “con él nos comunicamos todo el tiempo y me ayuda mucho con los libros, es mi primer lector”, respondió a LA GACETA acerca de sobre si mantenía los mismos rituales de antaño. “Mi mamá vive en espíritu, estoy rodeada de fantasmas. A ella le escribía cartas, largas cartas muy descarnadas, pero ya no lo hago. Yo no sirvo para escribir un diario, necesito un interlocutor. Hay 24.000 cartas, según contó mi hijo, en 24 cajas, en el garaje, que nunca se publicarán porque son íntimas, las escribimos para nosotras y juramos que cuando una muera, debe quemar las cartas. Esa tarea le quedará a mi hijo”, sostuvo.
Una de sus frases más recurrentes con respecto a la literatura es que, para escribir, hay que disfrutar del proceso: “esta cuestión es como hacer el amor: no es el final lo que importa, es el proceso”, dijo riéndose de su propia ocurrencia. “La investigación es la base, el fundamento, pero lo que más me gusta es contar la historia, desarrollar los personajes, que son como piezas de un puzzle que debo ponerlas de tal manera que tengan un sentido, que sea armonioso y consistente”, planteó.
“Las novelas que escribo son como semillas que tengo más en el vientre que en la cabeza. Y van creciendo, creciendo, hasta que me ahogan y ahí siento que tengo que escribirlas. Luego viene el proceso de investigación que me da muchísimo material. En el caso de esta última novela, la pesquisa fue muy fácil porque es algo que está pasando hoy y conozco a las personas que están lidiando con esto para que no suceda. En eso trabaja mi fundación”, agregó. Sobre su nuevo proyecto no quiso contar detalles: “si lo cuento ya no puedo continuarlo. Tengo que guardarlo hasta que duela y apriete. Ahí recién puede salir en forma de novela”, justificó.
La escritora chilena intentó responder todas las preguntas que surgieron durante el diálogo que sostuvo con los periodistas. A continuación, una selección que incluye las realizadas por LA GACETA:
- ¿Cómo es su vida, en el día a día? ¿Qué herramientas se consiguen después de vivir 80 años? ¿Qué tesoros hay en la experiencia?
- ¡Esa pregunta me da para un libro! (risas) Mi día a día no ha cambiado nada. Me levanto al amanecer y hago mucho ejercicio porque si no, me moriré tiesa. Saco a caminar a los perros, hago gimnasia. Luego estoy horas y horas frente a la mesa donde trabajo investigando o frente a la computadora. Trato de terminar mi día más temprano que antes y me voy a casa para cenar junto a mi marido, ver una película o algo así. Porque tengo marido nuevo… ¡entonces estoy tratando de cuidar al marido! (ríe más fuerte) Tengo todo lo que se necesita para una buena vejez: muy buena salud, estar en comunidad -no estar sola-, tener cubiertas las necesidades básicas y no estar angustiada porque no puedes pagar la cuenta de la luz. Y finalmente tengo un propósito. Creo que hay que poder salirse de sí mismo también y estar para los demás. Ya sea cuidando nietos o sirviendo comida en las escuelas. Cualquier propósito te saca de ti mismo y eso ayuda mucho.
- Con tu fundación trabajan mucho con el tema de refugiados e inmigrantes, temática de tu última novela. ¿Qué sucede con los refugiados en la frontera entre México y Estados Unidos?
- Hay una crisis humanitaria muy difícil explicar. Hay lugares como Laredo (ciudad de Texas) que está totalmente controlado por los narcos y pandillas que raptan a la gente para poder acercarse al puerto de entrada a Estados Unidos. Allí, tienen que pagarles a estos criminales U$S 500, que no los tienen, para ingresar. La gente no tiene agua, no hay letrinas. Las muchachas están pidiendo pañales porque no pueden salir de noche a hacer pipí, porque las violan, matan o raptan. Los gobiernos lo saben y, sin embargo, no le han puesto final a esto. Es muy dramático. Para solucionarlo hay que humanizar el proceso. Permitir que la gente que quiera venir a trabajar a Estados Unidos lo haga con permisos de ingreso. Se necesita el trabajo del inmigrante, porque nadie de acá lo haría por el dinero que pagan. Creo que nadie quiere dejar lo que le es familiar: su familia y lugar. Finalmente, no habría refugiados si no fuera por la situación de extrema violencia y pobreza que se vive en el lugar de origen. No tendríamos refugiados de Ucrania si no fuera por la invasión de Rusia. No habría refugiados de Siria sin la guerra civil que viven ahí. No habría refugiados de Centroamérica sin las problemáticas que se viven en cada país. Hay 7 millones de venezolanos que han dejado su país, por lo que hay que resolver las situaciones de origen.
- ¿Puede el feminismo resolver la violencia entre varones y mujeres, especialmente en contextos tan delicados como el de los inmigrantes o refugiados?
- Para allá vamos, haciendo todo lo posible por ayudar y cambiar las cosas. Yo tengo 80 años y en la trayectoria de mi vida he visto cambios positivos. Cuando yo nací, no se hablaba del feminismo y ser feminista era un insulto. Hoy la paridad de género está totalmente aceptada por la generación de jóvenes y estos temas están en la sociedad. Pero también hay retrocesos muy fuertes: por ejemplo lo que ocurre en Afganistán con el régimen talibán en donde mujeres que eran médicas o abogadas deben recluirse. O en Estados Unidos, donde se suspendió el derecho al aborto, por ejemplo. Esos son retrocesos muy grandes para la libertad de la mujer. Tenemos que reemplazar el patriarcado por un sistema mucho más humano e inclusivo que el que tenemos.
- ¿Qué valor tienen la amistad y la solidaridad humana en la adversidad?
- Eso te salva. No es necesario llegar al extremo de una guerra. En una crisis personal, cuando te pasa algo tremendo como una enfermedad, la solidaridad y la amistad es lo que te salva. Yo recibo cientos de cartas de gente que me consultan y cuentan el dolor que están pasando. Siempre les digo que no se encierren, que salgan afuera y vean gente. Cuando uno cuenta lo que le está pasando, la gente los va a ayudar. Esa ha sido mi experiencia en la vida, he sido siempre beneficiada de la generosidad de la amistad y la solidaridad de Dios. El arte también hace eso, conecta a los seres humanos de una manera íntima. Sino es muy difícil entender lo que está pasando.
- ¿Aprendimos de la historia o existe la amenaza de una tercera guerra mundial?
- Es real. La amenaza del fascismo, del autoritarismo y la vuelta a la derecha extrema son reales. Estamos muy polarizados, hay mucho racismo, mucho temor por parte de los blancos con ese cuento de la supremacía blanca. Pero, debo decir, en los años de mi vida he visto que hay más democracia, más educación, información, conexión. Creo que tenemos más herramientas para progresar de las que teníamos cuando yo nací. Yo crecí en la mitad de la Segunda Guerra Mundial, durante el Holocausto y la bomba atómica, antes de que se formasen las Naciones Unidas, la Declaración de los Derechos Humanos o el feminismo o los derechos de los trabajadores. He visto, en los años de mi vida, cómo la curva de la evolución va hacia arriba, pero no es una línea recta: tiene baches, zigzag, por lo que hay que tener cuidado.
- ¿Qué fue lo que más te costó proyectar en esta novela que habla de la inmigración y los refugiados?
- La crueldad sistemática organizada. Me cuesta entender, en este mundo, una política sistemática de crueldad y violencia.
- ¿Sigues disfrutando mucho escribir?
- Me he jubilado de todo lo que no me gusta. ¿Para qué me voy a jubilar de lo que más me gusta? ¿De mi pasión, que es escribir?
Su nueva novela
David Trías, editor de la escritora chilena para Penguin Random House, describió la novela, “El viento conoce mi nombre”, como una historia emocionante. “Es vibrante, muy actual, trágica y alegre a la vez. Aborda un tema muy interesante que sé que Isabel conoce de primera mano: la inmigración. Tiene varios retos estilísticos y narrativos y aborda también una temática como la persecución nazi en la Segunda Guerra Mundial”, aseveró.
La escritora continuó describiendo por qué eligió la temática de los inmigrantes y refugiados para su nueva obra. “La mecha que encendió el inicio de esta novela fue lo que sucedió en 2018 en Estados Unidos con una política implementada por el por entonces presidente Donald Trump. Él decidió separar a las familias que pedían refugio o asilo en los Estados Unidos. Miles de niños fueron separados de sus padres en la frontera. Algunos eran bebés que estaban amamantando todavía y se los arrancaron de los brazos a las madres. Los chicos estaban en jaulas, en pésimas condiciones y en ningún momento se pensó en la reunificación. Cuando el clamor público hizo que esta política finalizase siguió repitiéndose de noche pero ya no era oficial. Hoy hay unos 1.000 niños que no han podido volver con sus familias”, calculó.
“El viento conoce mi nombre” es una conmovedora novela de violencia y redención, que narra las historias entrecruzadas de dos niños unidos por el desarraigo. Por un lado Samuel Adler, es un niño judío de seis años cuyo padre desaparece durante la Noche de los Cristales Rotos, momento en el que su familia lo pierde todo, en 1938. Y, por otro, Anita Díaz, de siete años, quien en 2019 sube con su madre a bordo de otro tren para escapar de un inminente peligro en El Salvador y exiliarse en Estados Unidos. Su llegada coincide con una nueva e implacable política gubernamental que la separa de su madre en la frontera. Samuel y Anita se encontrarán a tiempo para salvarse mutuamente, pasado y presente se entrelazan para relatar el drama del desarraigo y la redención de la solidaridad, la compasión y el amor.
“He conocido muchas historias como la de Anita de la novela. Yo misma, de chica, viví en un mundo imaginario que sucedía en el sótano de la casa de mi abuelo donde, supuestamente, yo no debía entrar. Ahí llevaba velas para leer, por esto entiendo muy bien la mentalidad de Anita. Además, en estos años y por mi fundación, he visto casos así entre los niños traumatizados que hay en la frontera. Muchos de ellos dejan de hablar. Es un trauma que nos va a acompañar toda la vida”, dijo Allende.
El nombre de la novela hace referencia a una frase de Anita, que asegura: “el viento conoce mi nombre”. “Esto es porque cuando separan a los niños en la frontera de sus familias, los mueven de un lado a otro y el mismo sistema les pone un número -tal como hacían con los judíos en la Segunda Guerra Mundial-. A veces son tan chiquitos que ni siquiera saben su nombre o son incapaces de decirlo. Ellos hablan en español, maya o cualquier otro idioma de Centroamérica y no pueden comunicarse en inglés. Anita quiere que alguien recuerde su nombre verdadero. Ella no es un número. Es en verdad, muy simbólica la relación de lo que sucede con Anita con el nazismo”, explicó la autora.