Una de las características del enamoramiento es la idealización del otro. ¿Quién no lo ha experimentado? Como si estuviéramos verdaderamente hechizados, lo único que registramos son sus virtudes. Y lo que podría ser menos deseable lo minimizamos: la mente se encarga de acomodar las cosas de manera que los defectos se conviertan en rasgos atractivos. De ahí que Sigmund Freud lo definió como un estado de locura, en el sentido de que nuestra percepción no concuerda con el principio de realidad. Deliramos: vemos perfección donde obviamente no la hay. Una locura transitoria, claro está, pero necesaria para impulsar la relación en sus comienzos.
En su versión extrema y patológica, esta tendencia se conoce como “complejo de Brunilda”. No se trata de un trastorno tipificado, sino más bien de una forma de llamar a un conjunto de percepciones, expectativas e interpretaciones erróneas de la realidad, las cuales generan un malestar psicológico significativo, además de ocasionar serios problemas vinculares. Son mujeres hétero que idealizan al hombre del que se enamoran, pero de una manera más radical que el patrón esperable. Desde su mirada, el amado es algo así como un “superhéroe” o “superhombre”, poseedor de virtudes extraordinarias. Esto genera en ella una entrega desmedida: lo da todo, sin reparar en las consecuencias. Pero con el tiempo, como es de esperar, la realidad siempre se impone. Entonces aparecen los defectos, las sombras, las actitudes que no concuerdan con el ideal. Y lo que se consideraba perfecto sufre una inversión abrupta y pasa a ser desvalorizado. De la noche a la mañana el héroe pasa a ser villano, un ser despreciable que ha hecho trizas las expectativas de quien lo adoraba.
Esto genera una gran decepción. Y en algunas produce el efecto -igual de delirante- de embarcarse en la inútil tarea de cambiar al otro, de lograr que se ajuste a sus deseos e ilusiones. También están las que abandonan la relación sin más, para emprender la búsqueda de otro príncipe con el que obnubilarse.
Una valquiria
Brunilda es una de las figuras más célebres de la mitología nórdica y aparece en el cantar de los nibelungos. Se trata de una “valquiria”, deidad de gran belleza, fuerza e inteligencia, que estaba al servicio de los dioses.
Su tarea consistía en dirigir los espíritus de los guerreros caídos hacia el Valhalla, lugar en que los jóvenes combatientes reposaban y se preparaban para la gran batalla final junto a Odín, el dios supremo. En el Valhalla, estos guerreros tenían a su disposición toda la comida y bebida que quisieran, mujeres, armas, y cuanta guerra pudieran desear, por toda la eternidad.
Según la leyenda, Brunilda sintió pena por un guerrero que debía ser derrotado y decidió ayudarlo, para que venciera y siguiera viviendo, desobediencia que enfureció a Odín. Como castigo, la sumió en un profundo sueño en un castillo custodiado por un dragón, en el medio del bosque. Sólo podría salvarla el caballero que penetrase en la fortaleza y la despertara con un beso.
Sigfrido, uno de los mayores héroes de la historia germánica, se dispuso a rescatar a Brunilda de su maldición. Sin embargo, él deseaba la mano de la princesa Krimilda, mientras que Gunther, el hermano de ésta, quería casarse con Brunilda.
Entonces los hombres hicieron un acuerdo: Sigfrido usaría su capa de invisibilidad y el anillo que le permitía cambiar la forma de su cuerpo, para que la valquiria creyera haber sido rescatada por Gunther. Así lo hicieron, y Brunilda enseguida le ofreció su mano y su amor. Pero en ese momento el anillo perdió su efecto y quedó al descubierto el engaño: Gunther era un impostor, incapaz de superar las pruebas físicas necesarias para liberarla. Humillada, Brunilda le exigió a Odín la muerte de ambos.
Toda una metáfora.