Jorge Alves: un tutor más allá de las tablas

Jorge Alves: un tutor más allá de las tablas

Jorge Alves cobijó a una generación de artistas en tiempos convulsos. Más allá de sus méritos como director, de su mirada estética tradicional y de sus obras montadas con singular éxito, quienes comenzamos a formarnos con él lo sentimos como un tutor que mezclaba sus enojos (se ponía rojo con frecuencia) con una sensibilidad especial que incluía risas e inocultable afecto.

Una camada actual de actrices y actores éramos estudiantes secundarios en los finales de los 70 y principios de los 80 del siglo pasado, cuando la Comercio N° 2 (cuando funcionaba en 25 de Mayo al 300) y la Escuela Normal eran un refugio en medio de la incertidumbre y la violencia de esos años. Las clases conjuntas de teatro de los sábados a la mañana (empezaban pasadas las 8 y llegaban hasta después el mediodía), como materia extraprogramática, se transformaron en el espacio de experimentar de forma segura lo que en las calles era imposible.

En esas horas se hacían presentes la emoción, la pasión, las miradas, la discusión social y política, los grandes autores, la técnica de caminar un escenario, la pausa, la escucha... Todo junto delineaba un proceso de construcción artística que se basaba en los maestros del teatro, que desafiaban a encontrar los resortes sensitivos internos al componer un personaje: no admitía que se repitiese un texto; había que incorporarlo, hacerlo propio, sentirlo. En tiempos del oprobio institucionalizado, el método aportaba una carga de humanidad a adolescentes que lo necesitaban y les permitía sentirse parte de un colectivo seguro, sin riesgos, lo cual era muchísimo en estos años.

Cada encuentro discurría entre anécdotas iniciáticas en el teatro, su estadía en Santa Fe cuando ingresó en el Banco Nación, su trabajo monótono, su barcito minúsculo en Mendoza al 400, su devoción tanguera, sus saludos de oso, su grito de “AMORRRR” cuando la escena no salía o alguien no recordaba la letra de “El cazador” de Antón Chejov o “La zorra y las uvas”, de Guilherme Figueiredo, mientras se agarraba furioso la cara.

El tránsito por ese espacio nos preparó para encarar el resto de nuestras vidas; quizás incluso nos salvó en esa misma etapa. Muchos de sus alumnos no siguieron el camino del arte, pero otros tantos sí. Tuvo aciertos y errores. Unos y otros lo conformaron como el tipazo que fue. Y nos terminaron formando a nosotros también.

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