Juan A. González
Dr. en Cs. Biológicas
En el otoño-invierno y parte de la primavera la atmósfera de Tucumán se carga de partículas contaminantes. Estas tienen su origen en la quema de pastizales, basurales y cañaverales (en pie o residuos como las malojas). Con la zafra el problema se agudiza. Los datos satelitales de la Agencia Espacial Europea y de la NASA dan cuenta de la formación sobre Tucumán de nubes marrones atmosféricas (“atmospheric brown clouds”, ABC), acumulación de aerosoles (partículas que se acumulan en la atmosfera afectando la calidad del aire) y una menor entrada de radiación solar total (TSI). Todo tiene efectos sobre la salud, suelos y productividad de los cultivos. Al abordar este tema se advierte que se trata de socializar convirtiendo a los ciudadanos en “piromaníacos de invierno”. Sin embargo, no es lo mismo quemar un residuo casero que una hectárea de caña en pie. Si bien hay un programa de gobierno para certificar caña no quemada y que varios productores ya no incurren en esta práctica, aún es posible observar que en plena zafra la quema precede a la cosecha, o sea se trata de una práctica planificada y ejecutada a sabiendas, tanto en campo de pequeños productores como en otros con más superficie. ¿A quién cae el peso de la práctica: al productor o a las empresas que hacen los servicios de cosecha?
Si bien es cierto que en algunos años la quema disminuye, en otros años se incrementa. Hoy la tecnología satelital nos permite conocer cuánto se quema cada año, latitud, longitud del lugar afectado, hora de inicio del fuego, superficie afectada y la cantidad de gases nocivos que se generan. Estos resultados están on line y están a libre disposición de cualquier ciudadano y por supuesto de los técnicos de las áreas sanitarias y ambientales. Es decir, ya no hay excusas para evadir responsabilidades. Así, los números demuestran que el año 2013 fue el más alarmante, cuando se llegó a quemar casi 120.000 hectáreas. El 2015 fue el año en que menos se quemó, con 28.500 hectáreas. Sin embargo, después de ese año y ya en 2018 se llegó a una quema de 86.500 ha. Los datos de 2021 y 2022 demuestran que estamos frente a un nuevo incremento, donde se quemaron 69.000 y 79.000 hectáreas respectivamente. Si esta tendencia se mantiene y teniendo en cuenta que para el 2023 habría alrededor de 278.500 hectáreas sembradas, se podría llegar a una cifra por arriba de las 80.000 hectáreas quemadas. Un solo dato indica la gravedad de la quema: la combustión de una tonelada de restos de caña (maloja) produce 760 kilogramos de anhídrido carbónico que van directamente al aire que respiramos día a día. Si en cada hectárea cosechada quedan 4 toneladas de maloja, la quema del año 2022 habría producido más de 240.000 toneladas del gas mencionado. Esto sin contabilizar otras partículas y otros gases que se producen en la quema con efectos sobre la salud. Este escenario posible debería ser contemplado por los organismos de control para evitar consecuencias sociales, sanitarias y de emergencia. Sin duda, aún con las políticas implementadas, el problema persiste. Esto debería movilizar a la ciudadanía, dirigentes políticos, universidades y otros organismos técnicos y científicos a una solución consensuada. Si no, siempre vamos a estar frente a un “Déjà vu” o, si se quiere, “hasta el año que viene a la misma hora”.