La reforma constitucional tucumana de 2006 generó un descalabro en las instituciones públicas sin antecedentes en la democracia argentina y con pocos puntos de comparación en la experiencia internacional. Aunque hoy toda la dirigencia, incluido el sector oficialista que diseñó la Carta Magna vapuleada, esté de acuerdo en la obviedad de que hay que reabrir el proceso constituyente, las reglas de juego en vigor para seleccionar a los eventuales convencionales que desempeñen aquella tarea no garantizan que el resultado sea de mayor calidad. En pocas palabras, si no se crean otras condiciones para el acceso al poder político y el ejercicio de la autoridad estatal es probable que la nueva Constitución sea tan deficitaria como la que hundió a la provincia en la crisis actual.
Nunca hay que olvidar que la función primaria de un texto constitucional enrolado en el Estado de derecho consiste en repartir facultades y deberes de gobierno, y en establecer límites y contrapesos ¿Por qué? Porque son los andamiajes institucionales de esta especie los que históricamente han permitido la prosperidad individual y colectiva, la igualdad, la equidad, la justicia, la libertad y, en última instancia, el bien común. Además de una mirada de largo plazo, ello precisa de una Convención expresiva de la diversidad ideológica e integradora de las minorías, algo que no ocurrió en la enmienda de 2006. De ese laboratorio salió el proyecto de un grupo. Aunque los efectos negativos de ese experimento estén a la vista, la probabilidad de repetir el error puede ser más alta que la de superarlo en parte porque no hay claridad sobre cuál es la salida para el estado de fracaso constitucional.
Tucumán necesita un reseteo institucional: a esta altura ya no caben dudas de eso. Pero el contenido de esa reconfiguración aún es un enigma. ¿Se quiere restringir las reelecciones de los cargos públicos electivos o se quiere establecer la potestad de gobernar por tiempo indefinido? ¿Se pretende incrementar los estándares de independencia judicial o se quieren intensificar los mecanismos de partidización de los mecanismos de control? ¿Se abraza la república o el populismo autocrático? Esta clase de posicionamientos y de definiciones complejizan y tornan extremadamente delicada la tarea de la hipotética Convención Constituyente. Es por eso que resulta impensable mejorar la Constitución si antes la actividad política no recobra prestigio y credibilidad.
Ahora y siempre la única manera de construir confianza en el liderazgo ha sido mediante el apego a las reglas éticas y la apertura hacia la comunidad. Un paquete de reformas alineado con ese cometido debería incluir la sanción de leyes de acceso a la información pública, y de garantía de decencia y de honradez en la dirección del Estado. La campaña en curso revela de un modo inquietante hasta qué punto es fundamental incorporar normas que expongan la fuente de financiamiento del proselitismo. ¿De dónde salen los recursos que costean los gastos cuantiosos que suponen las elecciones?
Se torna difícil anhelar una Constitución distinta en una provincia tan perjudicada por la impunidad de la corrupción si antes no se toman medidas para atemperar ese fenómeno erosivo de la democracia. Tampoco es viable la regeneración de la institucionalidad sin un pacto por el Poder Judicial independiente al que todos los partidos adhieran sin excepción.
La dirigencia tucumana tiene a su alcance la oportunidad de devolverse a sí misma el lustre perdido. Si de verdad se busca salir del pantano, hay que enfocar los esfuerzos hacia la transparencia y saldar la deuda que alejó a los funcionarios del rol sabio de servidores públicos. Esta empresa jerarquizadora de la acción gubernamental es posible y, sobre todo a la luz de los hechos recientes, imprescindible. Se trata de un reseteo institucional esencial para soñar con una Constitución que proyecte a Tucumán hacia un futuro de grandeza.