Por Walter Gallardo
PARA LA GACETA - MADRID
Vi en el barrio de Bloomsbury, en Londres, a un hombre joven que fue asesinado en Gebelein, al sur de Egipto, alrededor del año 3.500 antes de Cristo. No vi sus cenizas, porque se resiste a esa degradación, sino su cuerpo desnudo y retorcido, casi boca abajo, la cabeza vuelta hacia su izquierda, como si el dolor de aquel día aciago aún perdurara y él siguiera allí, decenas de siglos después, a la espera de que alguien se acerque a socorrerlo.
Convertido de forma natural en una momia por causas que suenan irreales o milagrosas (el clima seco y la arena caliente), llegó al Museo Británico de manos de su descubridor, Wallis Budge, como tantos objetos y tesoros de diferentes culturas que se incorporaron a las colecciones con la dudosa palabra “adquisición”. Fue descubierto en 1896, envuelto en lino, a 40 kilómetros de Tebas, a poca profundidad. Habría pertenecido a la cultura Naqada, un pueblo de rasgos caucásicos, anterior a los primeros faraones. Para su conservación en Gran Bretaña se reprodujo el ambiente de su tumba, a la misma temperatura y al mismo porcentaje de humedad.
Se lo conoce oficialmente como “El hombre de Gebelein”, pero desde su llegada, en 1900, se lo ha llamado Ginger (el pelirrojo), y algunos lo siguen haciendo en privado, aunque suene irreverente. De hecho, ese apodo tan mundano responde a una de sus características más llamativas: todavía conserva unos mechones cobrizos y densos descendiendo hacia la nuca, que dan la impresión de haber sido peinados hace apenas unas horas.
En su nuevo hogar, el cadáver no dejó de ofrecer pistas del crimen. Se diría que su vida tan corta e insuficiente le impide la frustración del silencio. Aun así, no habría que dar por sentado que nos dice toda la verdad o que es enteramente inocente. De cualquier manera, al ver su piel cárdena tensada sobre el esqueleto, la mano derecha acercándose a la boca, en una señal de atormentada agonía o de grito ahogado, es difícil resistirse a la tentación de preguntarle qué le ha ocurrido. Y quizás es lo que algunos científicos hicieron durante más de un siglo, con resultados intrigantes y últimamente reveladores.
Su cuerpo cuenta que inesperadamente un arma afilada, quizás una daga de hueso o de sílex, de unos 12 centímetros de longitud, le penetró la espalda, a la altura del omóplato derecho, con tanta saña y determinación que llegó a perforarle los pulmones y fracturarle una costilla. Por entonces tenía entre 18 y 21 años. ¿Por qué alguien lo atacaría por sorpresa con el impulso de una ira incontenible? Quizás nunca lleguemos a conocer el motivo, pero sí a suponerlo. De modo que podríamos pensar en un asalto, en una venganza o en celos enfermizos. Lo cierto es que hasta ahora está probado que Ginger no tuvo la oportunidad de defenderse. Las evidencias muestran que el asesino le tendió una emboscada y fue impiadoso con él; incluso corroboran que nadie intentó curarle la herida y, por lo tanto, acabó desangrado.
Para un estudio más profundo, el doctor Daniel Antoine llevó el cadáver al hospital Cromwell de Londres y le practicó una minuciosa autopsia digital. A través de una imagen en tres dimensiones que permitió girar, ampliar y realizar cortes por capas, fue posible el análisis hasta de sus órganos internos. Confirmó con ella lo que ya muchos sabían, es decir, la muerte violenta, pero a eso le sumó un detalle asombroso: el cerebro de Ginger aún está en su lugar. Con una investigación posterior de cabellos y uñas (algo que quizás ya se ha hecho, pero no se ha informado), según el doctor Antoine, se podría tener la certeza de lo que comió en los últimos tres meses, allá lejos, en los confines de la historia.
A los informes de los expertos, habría que agregar que el cadáver de Ginger produce una versión más subjetiva. Observándolo desde el lugar hacia donde había mirado en el minuto final, uno llega a preguntarse si habría tenido tiempo de distinguir el rostro del asesino y de oír o enterarse de las razones de aquel ataque traicionero; también, aunque con menos cordura, cuál fue la última imagen que grabó en su memoria y a quién dedicó su último pensamiento.
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Walter Gallardo - Periodista tucumano residente en España.