El domingo venidero los tucumanos tomarán la decisión política más importante de los próximos cuatro años en materia. Las escuelas abrirán las puertas ese día para que los ciudadanos escojan la totalidad de las autoridades electivas que conducirán los destinos de la provincia hasta 2027.
La coyuntura electoral es particularmente drástica en esta provincia. En la Nación, la Cámara de Diputados se renueva por mitades; y el Senado, por tercios. Pero aquí caducan todos los mandatos a finales de octubre. Algunos serán reelectos. Por sí o por medio de cónyuges o hijos. Sin embargo, la conformación del poder político variará. En un punto, todo termina y todo vuelve a empezar.
Hay, eso sí, mucho más que cuestiones de corto plazo gestándose en el vientre de las urnas. La cita con el sufragio es una cita de los tucumanos con el ciudadano que cada quien lleva dentro. Y la condición de “ciudadano” es una conquista de la modernidad. La historia de la evolución de las sociedades occidentales es, también, una historia de la evolución de los sistemas electorales.
Legitimación
Las elecciones son hijas de un matrimonio: el del proceso de democratización y el del fenómeno de la participación política. Hoy hasta podrían confundirse como una y la misma cosa. Sin embargo, son cuestiones separadas, cuyas trayectorias atraviesan la historia de esta nación. Y de este Estado.
El politólogo noruego Stein Rokkan determinó, cuando comenzaba a terminarse el siglo XX, una serie de umbrales institucionales que es indispensable superar para poder ejercer y ampliar la participación ciudadana. Gianfranco Pasquino los recoge y sistematiza en su “Nuevo curso de ciencia política”. Y se puede constatar que hay dos siglos de historia electoral argentina surcando esos hitos.
El primer umbral es la “legitimación”. ¿Desde qué momento en la historia de la formación del Estado y la construcción de la Nación se tiene un efectivo reconocimiento del derecho de petición, de crítica y de demostración contra el régimen? La respuesta se remonta a la “Semana de Mayo” de 1810.
Llega para entonces la noticia de que Sevilla, el último bastión del poder español, ha caído en manos de las tropas de Napoleón. El virrey Baltazar Hidalgo de Cisneros, presionado por las milicias locales (las que se habían formado cuando las Invasiones Inglesas) convoca a un cabildo abierto para el 22. La mayoría vota allí la decisión de deponerlo: ha caducado la autoridad que lo designó. Se le otorga el mando al Cabildo de la capital, para que se formara una junta de gobierno encargada de velar por los derechos del rey Fernando VII. El 23, el Cabildo hace un último intento por integrar a Cisneros en esa junta, en contra de lo decidido. El 25 de Mayo, la agitación gana la plaza y un movimiento liderado por el Regimiento de Patricios entrega la lista de quienes debían conformar el nuevo gobierno criollo, con el jefe del cuerpo, Cornelio Saavedra, a cargo de presidir esa primera junta.
La petición, la crítica y la demostración contra el régimen son manifiestas. Los hombres de Mayo son, acabadamente, ciudadanos. Y esa categoría, nacida al calor de la participación política, no era sólo el antónimo de la condición de “súbdito”. El historiador cordobés Vicente Oieni enseña que la acepción de “ciudadano” llega para oponerse, especialmente, a la de “vecino”. Esta última tenía una raíz castellana medieval y un carácter segregador: para ser vecino había que ser hombre, español y demostrar una abominable categoría: la “pureza” de sangre. Es decir (explica en su ensayo “Imaginar al ciudadano”), se debía probar que no se estaba “mezclado” con otras “castas”, que no se era moro ni judío. Y había que ser propietario, vivir de un trabajo no manual y habitar en una ciudad.
Ser ciudadano, en cambio, era un acto de voluntad. Una decisión consciente. Un propósito. Porque, como consignaba el periodista Mariano Moreno, así como los súbditos ensalzaban la tranquilidad pública, los ciudadanos encumbraban la libertad de los particulares.
La Revolución de Mayo, advierte la señera historiadora argentina Hilda Sábato en “Historia de las elecciones en la Argentina”, desata toda una guerra de palabras. Desde “soberanía del pueblo” hasta “representación”. “Esta novedad en la forma de legitimar la autoridad política implicó cambios profundos en todos los niveles. (…) La historia electoral a partir de 1810 marca un quiebre respecto de cualquier elección precedente en el período colonial. De ahí en más, el sufragio sufrirá variaciones muy significativas, pero no dejará de ser el vehículo fundamental para regular la relación entre gobernante y gobernados”, identifica.
Incorporación
El segundo umbral de la participación política es el de la “incorporación”. ¿Cuánto tiempo ha pasado antes de que a los seguidores de los nacientes movimientos se les concedieran los derechos formales de participar en la elección de representantes en igualdad con respecto al establishment?
Pasó todo un siglo, y unos cuantos años más, para que se pudiera responder ese interrogante. Hay que esperar hasta 1912 para que la Ley Sáenz Peña trajese una novedad revolucionaria: el voto es individual y, sobre todo, es secreto. El voto universal (calificativo que se reduce a “masculino” por entonces) ya estaba prefigurado en la Constitución de Juan Bautista Alberdi, en 1853. En los inicios del siglo XX, la figura del “cuarto oscuro” es un dispositivo fundamental en la reforma electoral que el radicalismo le arranca al orden conservador a fuerza de abstencionismo.
En el cuarto oscuro, el sufragante evita cualquier tipo de presión externa y conjura las votaciones grupales. “Completamente aislado, el hombre se convierte en ciudadano más allá de su situación social y de las presiones y pasiones que podrían obturar su razón. El mito de la igualdad, que sustenta la idea de ciudadanía se convierte en práctica”, describe el historiador Luciano de Privitellio en la citada “Historia de las elecciones de la Argentina”.
Representación
El tercer umbral es el de la “representación”. ¿Qué tan altas eran las barreras que impedían la representación de los nuevos movimientos y cuándo y de qué modo fueron reducidas?
El plazo será más breve: poco menos de medio siglo. En 1949, el peronismo hará realidad la ley que habilita el sufragio femenino. El voto, ahora sí, pasa a ser universal.
Ninguna de estas conquistas fue sencilla, ni mucho menos gratuita, para esos dos históricos movimientos políticos argentinos, que concibieron en sus orígenes partidos políticos nacionales, populares y programáticos. En 1916, Hipólito Yrigoyen es electo Presidente de la Nación. Lo sucede, en 1922, su correligionario Marcelo Torcuato de Alvear. Yrigoyen es reelecto en 1928. Frente a lo imbatible que era la UCR en las urnas, conservadores, nacionalistas y militares derrocaron ese gobierno en 1930, proscribieron a ese partido y sus principales figuras, y a partir de 1932 inauguran más de un decenio de fraude electoral: la “Década Infame”.
Al peronismo no le tuvieron tanta paciencia: Juan Domingo Perón fue electo en 1946, reelecto en 1952 y derrocado, exiliado y proscripto por los siguientes 17 años.
Libertad
Hay una conquista más que se pone en juego en toda convocatoria a las urnas. Una cuestión que se ha venido insinuando en los “umbrales” de Rokkan y en los hitos que jalonan la historia electoral de nuestro país. Un elemento que es, para los argentinos, anterior a su nación. Y que a la vez es constitutiva de la modernidad, alumbrada por la Revolución Francesa.
Curiosamente, este concepto primigenio es el último que desarrolla el “Diccionario de Política” de Norberto Bobbio, Nicola Matteucci y el ya citado Pasquino: la “Voluntad general”.
Dice Jean-Jacques Rousseau en “El contrato social” que la “voluntad general” es aquella voluntad colectiva del cuerpo político que tiende al interés común. Reside en el pueblo y (ni más ni menos) se manifiesta a través de la ley.
Eso sí: Rousseau está pensando en una democracia directa, no en una democracia donde el pueblo gobierna a través de los representantes. Pero hecha la salvedad, hay una lógica inquietante en el pensador del siglo XVIII. “En cuanto partícipe de la voluntad general, el hombre es, en efecto, soberano. En cuanto es dirigido, es súbdito. Pero es un súbdito libre, porque al obedecer la ley que él ha contribuido a crear, obedece a una voluntad que es también su auténtica voluntad: su deseo natural de justicia”, define el “Diccionario de Política”.
El remate es sustancial. “Cuando el hombre y el pueblo no obedecen las leyes, deben ser obligados a hacerlo. Lo que para Rousseau significa obligarlos a ser libres”.
El recorrido de la historia cierra su círculo en este punto: votar hace doblemente libres a los ciudadanos. Porque es la legítima expresión ante las autoridades. Porque todos son iguales por un instante en el cuarto oscuro y allí están plenamente incorporados a la toma de decisiones. Porque la plena representación a la hora de votar, sin distinción de sexos, es un elogio de la igualdad. Y a la par de todo ello, votar es obligatorio en la Argentina: todo votante está cumpliendo con la ley. Lo que le da plena autoridad moral para reclamar otro tanto a sus representantes.
“Ciudadanos… recuerda que ahora somos ciudadanos”, escribe Carlos Fuentes en “La Campaña”, citado por Oieni en su ensayo. “Quiera pueblo votar”, fue la plegaria de Roque Sáenz Peña.