¿Quiénes leen? ¿Todos leemos? Hay un lugar común que sostiene que se lee menos, que los adolescentes no leen. Voy a oponerme a este lugar común. Lo que ha cambiado son los modos de lectura, el método, y los soportes. Pero se lee, se lee a pesar de todo, en medio de una tormenta, se lee como si el mundo tuviera el fin cerca. No podemos vivir sin leer. Y los que existen sin leer lo hacen porque nadie los ha invitado al paraíso. No por decisión propia sino por la inoperancia de los gobernantes, viven hundidos en la miseria de la cotidiana pobreza.
Dos veces sombra
¿Una sombra o una iluminación se duplican detrás del yo que lee? Leer es tener la opción de ser otros. Somos Shylock, Otelo, Ofelia, Hamlet, el fantasma de Hamlet. Somos Dante, ese cuyo nombre fue pronunciado una sola vez. Somos la vida novelesca de Madame Bovary, somos el espejo encantador de los molinos de viento, somos el viento que empuja las hojas.
La ficción nos permite ser otros. ¿Hay algo más saludable que el descanso de ser uno mismo? La lectura nos entrega la potencia de lo diverso, la ilusión momentánea de la otredad: crea la “noche infinita” por la que recuperamos el pasado y el futuro. Eso que otros han sido, eso que seremos alguna vez, eso que nunca podremos ser: el fruto de la invención y la huella de lo imposible.
Dos casos
La escena de la lectura solitaria, desconectada del ajetreo tecnológico es una experiencia de laboratorio. Ese es el caso del filósofo y escritor Macedonio Fernández. Alguien que se encierra en la pieza de una pensión y lee solo, aislado. Su mundo es el libro, sólo se encuentran él y el objeto leído. El sujeto se hace uno con el papel y la tinta. El placer es el centro: el corazón de la inteligencia es el placer. Macedonio es el caso extremo de una experiencia utópica. El lector está fuera del sistema, es un antisistema, una persona que reniega de las convenciones sociales. En este caso, la lectura es una experiencia antisocial, quizás, el protagonista es una especie de lector desquiciado que se ceba en su perturbación. Hoy, ese lector es un rebelde, un revolucionario. Si se multiplicara ese tipo de lector, se produciría un apagón tecnológico y eso generaría una crisis del sistema. Pero dejemos eso para las visiones apocalípticas. El lector solitario se centra en sí mismo, el sí mismo es la lectura. He deseado muchas veces esa idea: vivir sólo para leer. Qué se juega ahí, me pregunto. ¿Se juega la posibilidad del fantasma?
En el otro extremo está el lector promedio de nuestro tiempo, el que lee rodeado y atravesado por el conjunto de interrupciones de los múltiples días. Se trata del lector que saltea siempre, lee a pesar del ajetreo, lee en el ajetreo, lee a pesar de las interrupciones. En un punto, su modo de interpretación está hecho de cortes y elipsis. En este caso, la lectura se parece a una guerra: el movimiento ágil, continuo e interrumpido de la vida capitalista. Entonces, la lectura es como la victoria después de haber batallado con los soldados que defienden el consumo.
Entre los extremos de Macedonio y el lector interrumpido está la franja media, una franja ancha: en esa zona están los distintos tipos de lectores.
Las lecturas y las noches
Ráfaga nocturna, diurna, divina, la lectura. Tengo en la mesa de luz muchos libros que esperan. Leo en el centro de la noche: las estrellas titilan como suaves aves lejanas en un océano profundo. Cuando leo, me pierdo y me encuentro en la negrura insomne. Abro las páginas y el silencio único me envuelve. Siento la oscuridad como un mapa imposible, blanco. Ráfaga oscura y diurna y divina, la lectura se mete en mi cuerpo, enciende el viaje inmóvil, el divorcio alegre del día, el olvido de la rutina involuntaria. Debajo del tímido cono de luz, la lectura agranda la existencia, la expande en ciclos insospechados, la lleva a un oasis múltiple.
Ni bien se duermen mis hijos, escribo. Antes de que se despierten, escribo. Pero siempre tengo el sonido de una escritura veloz: el pensamiento zumba como un remolino fractal.
El círculo perfecto es el ciclo de la lectura y de la escritura como una “máquina” de Moebius, una cinta infinita. Cuando eso sucede, la felicidad me da el sosiego utópico y milimétrico del instante.
© LA GACETA
Fabián Soberón – Escritor.