Historia de un camino sin destino

La genuflexión política hacia el centralismo porteño de nuestros dirigentes contemporáneos es pasmosa. Vergüenza ajena sentirían los prohombres que forjaron la Independencia, el nacimiento de la Patria desde el norte argentino, y la historia de un Tucumán pujante, cuna de la industria pesada, de la cultura más sublime, y semillero de las mentes más lúcidas que moldearon la República.

Genuflexión además que muestra contradicciones flagrantes. El Gobierno acusa a la oposición de haber dejado que le armen las listas de candidatos desde Buenos Aires, pero a la vez sostiene que todo lo bueno o lo malo que le ocurre a la provincia es gracias o culpa de las migajas que mandan del puerto. Con Mauricio Macri no llegaba nada; con Juan Manzur como jefe de Gabinete llegó de todo, repiten como loros.

Más allá de que esta mirada unitaria, pedigüeña y humillante, es falsa -lo confirman provincias opositoras que exhiben progresos evidentes pese al color de la Rosada, como Jujuy, Mendoza o Córdoba, y otras peronistas que avanzaron pese al macrismo, como Santiago, Salta o San Juan-, causa hondo bochorno el nivel de sometimiento en que se ha sumergido a Tucumán.

Provincia limosnera que le ha dado la espalda a la cordillera y a las rutas del Pacífico que hicieron que Tucumán sea grande y central para la República. En vez de ello, elegimos en las últimas décadas vivir de rodillas, con el transporte y los fletes más caros, el ahogo impositivo, la falta de transparencia y de previsibilidad jurídica, el grave y prolongado déficit de infraestructura, la expansión caótica, el clientelismo y el nepotismo, entre otras carencias que ahuyentan las inversiones y el empleo genuino.

Que hable la historia

Para entender en parte qué nos ha pasado a los tucumanos en el último siglo, vamos a transcribir un texto del magistral Enrique Anderson Imbert, escritor, ensayista, crítico literario y docente en varias universidades de Argentina (UBA, Cuyo, Tucumán), de República Checa (Carolina) y de Estados Unidos (Columbia, Michigan, Harvard).

Anderson Imbert nació en Córdoba, en 1910, y a los cuatro años migró a Buenos Aires, donde residió hasta graduarse como profesor de Letras.

A principios de los 40, cuando se doctoró, enseñó unos años en la UNT y en 1947 fue becado y se mudó a los EEUU, donde permaneció hasta jubilarse en Harvard, en 1980. Falleció en el 2000 en Buenos Aires.

Sus idas y vueltas al país fueron constantes, como miembro de la Academia Argentina de Letras. Recibió además numerosos premios nacionales e internacionales.

En 1946 escribió, quizás, una de las mejores semblanzas sobre la idiosincrasia tucumana, con la objetiva distancia de una mirada foránea, y sobre el lugar en el tiempo y el espacio que ocupaba la provincia en el país y en el continente. El texto se titula “Tucumán, ciudad en el camino”, incluido 19 años después en la antología “Los domingos del profesor” (Editorial Cultura).

Se trata de un ensayo exquisito, inusual, mezcla de geopolítica, historia, geografía, costumbrismo y cultura norteña, que parte de la tesis continental de Germán Arciniegas y de la perspectiva regional de Alberto Rougés.

A continuación lo reproducimos de forma íntegra.

“Tucumán, ciudad en el camino”

“A ojo de buen pájaro (de pájaro que sea más historiador que geógrafo) nuestro continente se divide, no tanto en una América del norte y otra del sur, sino en una América occidental y otra oriental. Germán Arciniegas ha insistido en esta profunda diferencia entre la vertiente atlántica -New York, La Habana, Caracas, Río de Janeiro, Montevideo, Buenos Aires, con puertos babélicos que concentran grandes masas humanas y crecen atentos a Europa-, y la América replegada sobre sí misma hacia el lado del Pacífico -San Francisco, Bogotá, Quito, Lima, La Paz, Santiago de Chile- con sus ciudades montañescas a varios miles de altura sobre el nivel del mar o abiertas ante el vacío de un océano sin historia.

Tucumán pertenece a esta América del Pacífico, conservadora, quieta, de más hondas tradiciones coloniales.

En Buenos Aires uno echa a andar por las calles sin saber adónde ir y de pronto se asoma al río; y es por ese río que el litoral ha recibido constantes oleadas cosmopolitas.

En Tucumán, en cambio, salimos a dar unas vueltas y siempre vamos a parar a los cerros del Aconquija: y son los cerros los que nos aíslan y guardan nuestras voces y costumbres en un folclore cerrado.

Buenos Aires, pues, es el frente del país y Tucumán uno de sus fondos…

No siempre fue así; y tampoco esa posición ha de ser definitiva. Aun para el geógrafo los puntos de la tierra no permanecen inmóviles: continentes, islas están moviéndose por los océanos como grandes tortugas. Y para el historiador el desplazamiento de los países es mucho más rápido y visible porque aparecen, no como masas inertes, sino como estructuras políticas relativas a la voluntad del hombre. Tucumán, por ejemplo, fue alguna vez la cabecera de nuestro territorio. Esto ocurría cuando la gente se andaba todo el continente a pie o a caballo. Por Tucumán entraron los conquistadores españoles, por Tucumán se estableció el tráfico comercial americano. Y si en Tucumán se selló solemnemente la Independencia fue porque en aquella época Tucumán era todavía uno de los frentes del país, no uno de sus fondos. La postergación de Tucumán, al quedarse de espaldas en un rincón, cara a la montaña, fue una desgracia que sobrevino más tarde.

Ha sido un tucumano ilustre, el doctor Alberto Rougés, quien ha señalado dramáticamente estas peripecias: y quisiera referirlas casi con sus mismas palabras.

Cuando después de la Independencia el barco resultó más útil que el caballo y el comercio dejó de ser mediterráneo e interamericano para convertirse en marítimo e intercontinental, el litoral argentino empezó a crecer desproporcionadamente con respecto al resto del país y Tucumán, en cambio, fue dejando de ser gran puerta de entrada para volverse, casi por completo, término del tráfico que viene de Buenos Aires. Es como si Tucumán hubiera cambiado de sitio. La gran cuestión es ésta: ¿se quedará Tucumán encajonada a un costado del territorio o volverá a sentirse recorrida por el movimiento comercial y cultural de América? Todo depende de que vuelva a abrirse el viejo camino.

“Ha comenzado ya una nueva era, agrega Rougés en su mensaje, en la que la vida mediterránea del continente ha de acelerar su ritmo, transformándose profundamente en su estructura. El norte argentino va a ser, de nuevo, una gran puerta de entrada, una cabecera de la nación. La ha iniciado el ferrocarril internacional y la acelera ahora el aeroplano. Como en la época de la Colonia, pasan nuevamente por aquí pasajeros que van al Río de la Plata desde el Perú y desde más lejos aún, desde los Estados Unidos de la América del Norte. Esta transformación se hará más viva y rápida con el tráfico de automotores, y que la línea de hierro es el camino de una empresa y la ruta pavimentada el camino de todos. Es un símbolo de lo que va a venir, aquella carrera de neumáticos de Buenos Aires a Lima que pasó por aquí antes de la actual guerra mundial, carrera que iba a ser seguida por otra de Buenos Aires a Nueva York. Sí: el tráfico continental de la Colonia está renaciendo, pero a un ritmo considerablemente acelerado. El camino de hierro, el pavimentado y la ruta aérea, son un haz de arterias jóvenes por donde correrá impetuosamente la vida generosa de este continente de 270 millones de habitantes, que se convertirá así en un gigantesco organismo”.

No todos los tucumanos son tan optimistas como Rougés: los hay resignados a vivir como en un callejón sin salida; son los que creen que no hay más fuentes de riqueza que la industria azucarera de tipo feudal: esos dos rasgos -la esperanza activa de unos, el pesimismo de otros- responden a que de Tucumán es posible tener experiencias contradictorias. Es como si fueran dos ciudades superpuestas: en la geografía dinámica de la Argentina, Tucumán está en el camino y los vaticinios que hagamos sobre su provenir dependen de lo que, en nuestra imaginación, vemos pasar por ese camino.

Por ser una ciudad en el camino, Tucumán tiene una fisonomía muy peculiar, como esos rostros asimétricos que nos desasosiega cuando nos miran y nos sonríen. No está ni aletargada como otras de la América del Pacífico ni vive a tono con las de la América del Atlántico. Para el que viene del litoral, la primera impresión es del mestizaje, la pobreza y la irradiación de una luz cálida y espesa que aplasta al caserío. Ya desde Córdoba -solía decirnos intencionalmente Pedro Enríquez Ureña- comienza América Central, la América hispano indígena, la América distinta a Buenos Aires y Rosario. No son sólo rasgos físicos. Aquí se vive la tradición, mientras que en el litoral la vida es más internacional. Aquí la gente culta de la ciudad de Tucumán suele hablar con palabras y sintagmas arcaicos. De tanto en tanto, pronuncian quechuismos. En la confitería principal ha ocurrido que la orquesta ejecuta una zamba y de pronto señoras y señoritas de la clase social más afortunada se ponen a bailar con las graciosas mudanzas criollas. Jóvenes universitarios recogen vidalas, huaynos y zambas del pueblo; y aún componen reelaborando el material folclórico, para cantar después con guitarra, quena, caja, charango, en reuniones sociales. Es muy posible que todo esto sea una moda reciente; más aún; es posible que, si hay una vuelta a lo tradicional en música y baile, responda a una consigna nacionalista más o menos consciente. Pero aún así, es evidente que si se puede conjurar el pasado con tanta facilidad es porque ese pasado estaba próximo en los sentimientos.

Sería muy difícil que los porteños se pongan a bailar el gato en la Avenida Costanera por mucha prédica nacionalista que se haga, pero en cambio es muy natural que en las fiestas populares se bailen zambas en la Plaza Independencia de Tucumán.

En Buenos Aires el desfile de gauchos tiene siempre un aire carnavalesco, divertido y artificial aunque la ocasión sea solemne; en Tucumán conmueve de veras el espectáculo de centenares de auténticos peones que entran a caballo en la ciudad y desfilan pidiendo mejoras en las condiciones de trabajo.

Las manifestaciones religiosas son también mucho más espontáneas que en Buenos Aires. Con frecuencia atraviesan la calle peregrinaciones de promesantes, con música de cajas, quenas y la virgen al hombro.

Pero esta Tucumán es sólo la mitad de su fisonomía asimétrica; porque aquellos mismos jóvenes universitarios que cantan vidalas han constituido un coro que también canta a Bach, Palestrina y Beethoven, y un teatro que representa a Moliere, Ibsen, Chejov, Lord Dunsany y George Kaiser. Las revistas literarias juveniles revelan tendencias estéticas de inspiración europea. La Facultad de Filosofía y Letras -fundada en 1937- ha cumplido un importante papel en la renovación cultural de la ciudad. La Sociedad Filarmónica trae cada año algunos de los mejores músicos que pasan por el país. Las bibliotecas Alberdi y Sarmiento, la Academia de Bellas Artes, el teatro, etc. son instituciones que intensifican la vida artística e intelectual de la ciudad.

Es una lástima que las familias más ricas y aún las más tradicionales no se sientan encariñadas con su tierra. El tucumano emigra cuando puede. Si no, viaja constantemente o vive puertas adentro, apático. El resultado es que la ciudad ha quedado fea, sucia, estrecha, sin cuidados, abandonada al mal gusto y al crecimiento informe del comercio. Pero basta que el aire amanezca límpido y al fondo se vea el escorzo de la montaña dorada; basta que los lapachos floridos alumbren las avenidas con su luz episcopal; basta que un viento tibio difunda la fragancia de los azahares, para que Tucumán sea una de las ciudades más deliciosas de la Argentina. Son sus cerros, sin embargo, los que han inspirado ya una literatura. Hace muy poco que los caminos a San Javier, a Villa Nougués, a Tafí del Valle acercaron la montaña, la hicieron más accesible, suave y mimada. Todavía hay tucumanos en la ciudad que nunca han paseado por esos estupendos paisajes de piedra, selva, nube y precipicio. Y, a su vez, entre las quebradas hay rancheríos tan incomunicados, tan perdidos en la altura -como nidos de paja y barro- que sus gentes no han bajado jamás la ciudad. Conocen el aeroplano pero no el automóvil. El camino y el motor han de darle unidad a la provincia, han de aumentar en cada ciudadano las posibilidades de disfrute del paisaje; pero sobre todo, el camino y el motor pueden, según decía el doctor Rougés, abrir el fondo en que ahora está Tucumán y convertirlo otra vez en uno de los frentes activos del territorio nacional”.

Casi 80 años después, la semblanza de Anderson Imbert se ha profundizado, en cuanto a que la ciudad ha quedado fea, sucia, estrecha, sin cuidados, abandonada al mal gusto y al crecimiento desordenado del comercio y los barrios. Tampoco se han cumplido los optimistas vaticinios de Rougés, donde Tucumán recuperaba su frente activo y salía del fondo, de la postración y del sometimiento al centralismo porteño. Por el contrario, la sociedad, con sus dirigentes a la cabeza, parece haber capitulado, con sus “clases sociales más afortunadas” más convencidas que hace 80 años que si Tucumán ya no es ese camino virtuoso, el único camino es emigrar.

Comentarios