La culpa no es de los buitres sino de quienes les dan de comer. Eso debería recordarse al analizar los reveses judiciales para Argentina en los reclamos por la estatización de YPF y por pagos de títulos públicos ajustables por crecimiento del Producto Interno Bruto. Las demandas fueron llevadas adelante por estudios internacionales, algunos típicos compradores de créditos ajenos con el propósito de pleitear luego. Los clásicos “buitres”. Que pese a lo despectivo del mote en realidad tienen un papel muy importante para un mundo más justo y civilizado.
Al respecto cabe aclarar que las cosas pueden salir mal, por ejemplo, por impericia, mal cálculo o eventos inesperados, o porque se actuó mal a sabiendas. El caso de YPF es de esos últimos. Desde cosas menores hasta puntos graves. Por ejemplo, la ley 26.741 define como uno de los principios de la política hidrocarburífera (más bien objetivos, no principios, pues se presenta una lista de resultados a lograr) “la obtención de saldos de hidrocarburos exportables para el mejoramiento de la balanza de pagos”, es decir, un planteo mercantilista, pero además eso debe lograrse “garantizando la explotación racional de los recursos y la sustentabilidad de su explotación para el aprovechamiento de las generaciones futuras”. Ahora bien, al ritmo que la naturaleza produce petróleo, ¿cuánto habría que extraer por año para que la explotación sea sustentable? ¿Una milmillonésima de gota? Claro que es mejor no desperdiciar, consumir racionalmente, pero se trata de un recurso agotable dada su demanda, por lo tanto su aprovechamiento futuro es limitado.
También hubo errores de apreciación por parte de algunos políticos. Un senador nacional, por ejemplo, declaró en un programa televisivo que apoyaría la expropiación de las acciones de Repsol por coherencia con la tradición partidaria que desde Hipólito Yrigoyen y Marcelo Torcuato de Alvear le da un papel fundamental al Estado en la conducción de la política petrolera. Por desgracia el senador no consideró que quien estaría a cargo no sería el general Enrique Mosconi sino Axel Kiciloff.
Pero lo más grave estuvo en no cumplir el estatuto de YPF que requería una oferta de compra dirigida a todos si alguien pretendía adquirir más del quince por ciento de las acciones, y aquí se pretendía el 51 por ciento a tomar de las acciones de Repsol. Exigencia que el entonces ministro Kiciloff explícitamente dijo que no respetaría. Pues bien, ahí comenzaron los juicios.
El otro pleito fue porque el gobierno cambió en 2013 la base de cálculo del PIB. Cuando en 2005 y 2010 se produjo la reestructuración de la deuda en default se emitieron nuevos títulos, y para algunos se estableció un pago adicional si el PIB subía más del 3,25 por ciento anual. Era una forma de hacerlos más atractivos y enviar el mensaje de que quien confiara en la recuperación del país sería recompensado de manera especial. Y efectivamente se hicieron tales pagos adicionales pero ya no desde el cambio mencionado. Entonces, los acreedores acusaron que la modificación del cálculo se hizo para perjudicarlos. Tal vez Argentina hubiera ganado si se hubiera defendido con el planteo inverso: que antes el cálculo exageraba el crecimiento (así acusaba la oposición de entonces), lo que convenía por razones políticas, por lo tanto nunca debieron haberse pagado adicionales. Pero eso hubiera sido reconocer que se mentía con las estadísticas.
Ahora bien, quienes hicieron los juicios no son los damnificados originales. Se trata de especuladores financieros que aportan liquidez a los mercados secundarios y contribuyen a que los gobiernos puedan fondearse. Si los títulos de deuda no pudieran revenderse, si no pudiera haber acreedores distintos a los originales, no podría colocarse deuda a largo plazo. Por ejemplo, nadie compraría un título a 50 años si debiera esperar medio siglo para cobrar. Como los papeles pueden revenderse en caso de necesidad, mejores alternativas, cambios de expectativas, desconfianza o lo que fuera, vale la pena arriesgarse, y los gobiernos pueden hacer planes de largo plazo.
El “buitre” es un caso particular dentro de ello. Si un acreedor se ve estafado puede hacer un juicio. Pero tal vez sus recursos no le permitan un pleito en jurisdicción lejana, o de larga duración, o de altos honorarios profesionales para tener probabilidades de recuperar su inversión. Que alguien le compre los papeles para litigar permite que al menos cobre algo, aunque no sea lo prometido, con lo que se verifica un poco de justicia. Sin los “buitres”, la estafa del deudor sería completa.
De paso, cabe recordar que a los “buitres” se debe mucho del éxito de los canjes de deuda de 2005 y 2010. Tras el default de 2001 varios inversionistas vendieron baratos sus títulos a los especuladores, quienes pocos años después hicieron un buen negocio entrando a los canjes. No fueron acreedores solidarios los de la reestructuración, sino egoístas. Claro, éxito parcial. El cierre por ley de las posibilidades de arreglo y el mal manejo con quienes no aceptaron las propuestas (los holdouts) condujo a juicios perdidos. Y no fue sólo Thomas Griesa, sino cinco decisiones en tres niveles judiciales tomadas por 22 jueces. Un caso que llegó al patrioterismo de comparar a los “buitres internacionales” con el cóndor argentino. Ave que en realidad es americana y no argentina y que además también es un buitre.
Al menos esa causa dejó el aprendizaje de emitir los títulos con cláusulas de acción colectiva, que hacen que los arreglos de gran aceptación se apliquen a todos los acreedores, estén o no de acuerdo, y así limitan el problema de los holdouts.
En resumen, sin “buitres” que sirvan de último recurso y sin tribunales que hagan cumplir los contratos casi nadie daría préstamos a los países que no sean desarrollados. Así también, las expectativas de problemas judiciales futuros (“buitres” mediante) deberían limitar los abusos de los gobiernos irresponsables, si bien para que los incentivos funcionen correctamente la ciudadanía también debería hacer su parte con los votos.