Entre las cuantiosas y gravísimas privaciones que soporta la sociedad argentina actual, algunas son más esenciales que otras, y no son necesariamente las más obvias.
Es inevitable suponer que el hambre, la indigencia y la pobreza encabezan cualquier lista de urgencias. Nadie puede negar esto. Ahora, a una persona hambrienta se le proporciona alimento y el problema se resuelve al instante. A un indigente se le suministra acceso a vivienda y trabajo y su situación tenderá a mejorar en cuestión de días o semanas.
Cómo hacerlo es otra discusión, que acarrea complejidades ideológicas, económicas, de idoneidad dirigencial y de contextos diferentes.
No es lo mismo el pobre estructural del norte argentino, que sobrevive en esa condición hereditaria desde su nacimiento, que un pequeño granjero de La Pampa que perdió todo por la sequía y cayó bajo la línea de pobreza, o que un humilde pescador del Paraná asolado por la bajante del río. Cuando ese curso de agua se normaliza, como ocurrió entre 2020 y 2021, ese pescador recuperará su modesto ingreso habitual.
Otras carencias son estratégicas y tácticas. Problemas orgánicos de lenta y compleja resolución. La falta de educación es una de ellas, no sólo escolar o profesional, sino cívica, ética y moral.
Un candidato que arruina el espacio público para promocionar su nombre, ni siquiera sus ideas, es un ejemplo palmario de la voracidad tóxica, totalmente alejada de las necesidades urbanas y del padecimiento de los vecinos.
Son muchas las insuficiencias estructurales que castigan a la sociedad argentina contemporánea y sobran los ejemplos. Una es la absoluta disociación que existe entre la clase política y la gente común.
Vamos a reiterar el hecho de violencia que protagonizó el ministro de Seguridad bonaerense, Sergio Berni, pero no para repetir alguna de las tantas barbaridades que se dijeron -proselitismo sanguinario-, sino para señalar que otra vez a la política, toda, no le interesó ir al hueso de la inseguridad ni de la crispación social, y en vez de ello utilizó este incidente para atacar al adversario, menoscabarlo, apelando a argumentos en algunos casos delirantes.
Kolynos
Es bastante más que un divorcio. Por eso hablamos de disociación entre la dirigencia política y el pueblo. Se ha cortado una arteria y la sangre no llega del corazón al cerebro ni del cerebro al corazón. La “sonrisa Kolynos” de los candidatos en los afiches electorales es una de las tantas confirmaciones de que estamos transitando realidades paralelas que no se tocan.
Conocemos los argumentos de los publicistas para aconsejarles a los políticos que sonrían para la foto. Son técnicas de propaganda que se estudian desde la Grecia antigua. La publicidad moderna, tal como hoy la conocemos, empieza a surgir en 1841 a partir de la primera agencia especializada, creada en Boston por Volney Palmer.
A partir de allí proliferaron los estudios y los experimentos y hoy sabemos la sutil pero radical diferencia que existe entre el marketing y la publicidad. El primero se preocupa por comprender al público objetivo y desarrollar estrategias para atenderlo de forma exitosa, mientras que la publicidad se focaliza en alcanzarlo con una comunicación eficiente, más allá del método, la objetividad, e incluso más allá de la verdad.
¿De qué se ríen?, es la pregunta que se dispara casi en forma automática en la mente de 20 millones de pobres y de otros 20 millones de asalariados e independientes que no llegan a fin de mes.
¿De qué se ríen?, se pregunta el vecino que mira el afiche junto a un basural eterno, a un géiser cloacal o sobre la pared del almacén donde debe dos sueldos.
Cuanto peor mejor parece ser el argumento que ha ganado la escena de la mezquina política nacional de las últimas décadas. Alegrarse o sacar provecho del error o del fracaso ajeno es perverso y también genera un espiral descendente que nadie puede o quiere detener. Además, es otra confirmación de que lo que está en juego es la disputa del poder y el dinero y no el debate sincero sobre cómo salir de una crisis perpetua y empezar a progresar.
Que la verdad no nos arruine una buena estocada para lastimar al enemigo. Que los hechos no contradigan nuestras mentiras, nuestras noticias falsas ni nuestras conspiraciones.
La sonrisa es la disociación entre una clase privilegiada y una mayoría que la está pasando mal o muy mal.
Se mienten las causas, se distorsionan los números, se falsean los objetivos.
El enfurecimiento social ascendente que se evidencia cada día en los actos cotidianos, en la calle, en los foros y en las redes sociales se potencian frente al contraste de estas sonrisas, del declaracionismo extraterrestre y de la opulencia y el relajamiento que exhiben quienes deberían estar muy preocupados por el sufrimiento masivo. Lo dijo el propio Berni: “Hoy, como nunca antes, un simple incidente de tránsito termina a los tiros o con muertos”. Lo sabemos los tucumanos.
El odio y la indiferencia
“El dengue es el virus de la inmundicia”, sostenía el doctor Héctor Eduardo Viola, titular de la cátedra de Microbiología de la Facultad de Medicina de la UNT. El neurocirujano y ex capitán de Los Pumas, Pablo Garretón, recuerda que “el loco Viola”, como se lo conocía afectuosamente, “era un genio, y nos decía en clases que el dengue es el virus de la inmundicia, porque anida sus larvas en la inmundicia, y que el hombre no puede evitar, pero que sí puede mitigar bastante para que no alcance magnitudes como las que tenemos hoy”.
La inmundicia tucumana, evidente y abrumadora -y las escandalosas cifras del dengue lo aseveran- es otro ejemplo de las dos carencias estructurales que mencionábamos antes: la falta de educación y la disociación entre la política y la gente.
La primera, que se manifiesta en los más de 500 basurales a cielo abierto que relevó en el Gran Tucumán el Observatorio de Fenómenos Urbanos y Territoriales, de la Facultad de Arquitectura de la UNT.
Falta de higiene que se observa en los canales pluviales, en los ríos, en las calles, en las montañas como el cerro San Javier o en la subida a los valles, y en los barrios vulnerables, donde las calles de ripio están pavimentadas con basura.
Suele recordarse que “una ciudad limpia no es la que más se barre, sino la que menos se ensucia”. Y en Tucumán ocurren las dos: falta educación para no ensuciar y falta acción para limpiar.
La disociación también impacta en la inmundicia, donde la gente responsabiliza por el dengue a las autoridades, y a su vez los políticos culpan a los vecinos por la falta de higiene y descacharreo. En realidad son ambas, con mayor obligación por parte del Estado.
El ministro de Salud, Luis Medina Ruiz, confirmó el martes en el programa Panorama Tucumano que el mosquito Aedes aegypti está mutando y que ahora sí se reproduce en las aguas servidas. Antes no lo hacía, pero después de tantos años de convivir en medio de las cloacas el insecto aprendió a adaptarse. No fue un tiro en el pie del funcionario, fue un acto de sinceridad política que tanto escasea.
Un área metropolitana -que ya incluye a Lules- que desde hace demasiado tiempo es una cloaca al aire libre explica porqué Tucumán atraviesa la peor epidemia de dengue de su historia y supera por bochorno al resto del país. A esto se le suman los baldíos y espacios públicos abandonados, kilómetros de vías ferroviarias con pastizales que nadie limpia -porque no se hace cargo Nación, Provincia ni municipios-, desidia burocrática que se repite con los canales infectados, más los basurales que relevó la UNT y la falta de educación y de higiene generalizada.
Hoy, cuando tanto oficialismos como oposiciones se acusan mutuamente de ser los generadores del discurso del odio y a la vez se atribuyen como propios todos los actos de amor, cabe aclarar que esta falsa dicotomía es otra prueba de que la clase dirigente habita otro planeta.
Lo contrario del amor no es el odio, es la indiferencia. Se puede amar y odiar al mismo tiempo, pero no se puede ser indiferente con lo que se ama.
La indiferencia del Estado para ocuparse de los problemas reales, en vez del relato monocorde y exasperante, es la consecuencia de lo que nos pasa a los argentinos y a los tucumanos en particular.
Y cuando a la política le falta amor se convierte en la antipolítica, en el arte de la inacción, en una estafa a la sociedad. No es el odio lo que lastima más profundo; siempre es la indiferencia.