Ignacio Colombres: “Jamás intenté hacerme un mercenario del arte”

Ignacio Colombres: “Jamás intenté hacerme un mercenario del arte”

El destacado pintor, hijo de padre tucumano, nació hace 106 años. La condición humana. Exilio durante la dictadura.

Parte de la obra de Ignacio Colombres. FOTO TOMADA DE ARTEDELAARGENTINA.COM

La noche inaugura el terror. La angustia se asienta en el pecho del niño que teme dormirse y no despertar jamás. Entonces sus lápices se apoderan del insomnio y despiertan un universo de brujas y monstruos. A los siete años se embadurna con el primer óleo. “Se lo vendí a cinco pesos a un verdulero, de esos que recorrían los barrios porteños con un carrito lleno de campanitas y colgajos. Fue una buena venta: cinco pesos del año 24 era una cantidad bastante mejor que la que obtuve años más tarde por algunos cuadros, a los que liquidé a precios míseros, ahogado por urgentes necesidades económicas”, dice.

La vida lo sorprende el 22 de marzo de 1917. De padre tucumano, tiene 20 años cuando el virus del dibujo y la pintura vuelve a sobresaltarlo. Le toca la puerta al maestro Vicente Puig y los pinceles siluetean un destino en los caballetes. En un conventillo porteño construye sus primeros sueños, bajo el hechizo de Rembrandt. “Estudié con rigor, con enorme voluntad. Hacía y rehacía un cuadro 20 o 30 veces, hasta no terminar ninguno. Así como de niño recreaba monstruos, más adelante fueron los tristes arrabales porteños con sus percantas y piringundines, los burdeles y cafés de Buenos Aires. Así nacieron mis primeras obras de imaginación, débiles, defectuosas, y de las que felizmente no se conserva casi ninguna”, cuenta.

Cruzando la frontera

En el 49 sus ojos desnudan la geografía norteña y cruzan la frontera boliviana: “Vi hombres tratados como bestias, llevados a trabajar a las minas. Descubrí entonces la tragedia, la miseria, la explotación de un continente hambreado. Mis medios expresivos eran aún débiles para plasmar semejante cosmogónica visión y busqué a través del fauvismo, del poscubismo, del arte africano nuevas formas de mejorar el color, exaltar la forma, romper con prejuicios académicos”.

Picasso, Rubens y Fantin-Latour lo conmueven en Europa (“la contemplación directa de obras maestras del arte contemporáneo contribuyeron a cambiar muchas facetas de mi quehacer artístico”). Los mercados de México, los prostíbulos y villas miseria limeños le astillan la sensibilidad. “No parto de teorías ni de preconceptos; frecuentemente me largo a pintar sin ninguna experiencia previa. Tras unos trazos de cartón absolutamente provisorios, voy manchando el color e improviso sobre la marcha. Por eso prefiero la rapidez de ejecución que permite el acrílico, incluso la facilidad con que se puede modificar lo pintado”, explica.

Invitaciones a Montreal, Santiago de Chile, a La Habana no tardan en llegar. La Sociedad Argentina de Artistas Plásticos lo convierte en su presidente. Un Gran Premio de Honor en el Salón Nacional de Pintura aparece en su camino. La cruenta dictadura militar lo empuja al exilio. Los pinceles se radican en Madrid (“se me acusaba de enemigo de la patria y de responder a ideologías extrañas”). La condición humana estremece a sus personajes.

Los desposeídos

Expone 95 obras en el Museo Carrillo Gil de México. En el 88 regresa a Buenos Aires. Los desposeídos siguen poseyendo el ombligo de su corazón. Con sus cuadros bajo el brazo viene a Tucumán en el 93. Varios de sus óleos viven actualmente en Centro Cultural Rougés. “Más de una vez, en momentos económicamente muy difíciles o en profundas crisis anímica, me he preguntado qué sentido tiene jugar como un niño con formas y colores. Llenar telas y arrojar colores, esa tarea obsesiva, esa lucha por la composición, el color y la forma tiene sólo una justificación: el gran amor por la pintura. Jamás intenté hacerme un mercenario del arte; sería como prostituir los más puros sentimientos, la traición de mis ideales. Finalmente he vivido y vivo como he pensado; jamás tuve miedo de manifestar mi ideología y he luchado y lucho por las cosas en que creo y espero que algo de esto se exprese en mi obra”, afirma. 1996, 22 de junio. Los monstruos de la muerte emboscan los caballetes y se llevan de contrabando a la infinitud los 79 años de Ignacio Colombres.

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