Por José María Posse - Abogado, escritor, historiador.
El 8 de junio de 1982, fuerzas británicas desembarcaron en Bahía Agradable, donde fueron atacadas por la Fuerza Aérea Argentina, provocándoles grandes bajas. El enemigo, determinado como era, adoptó su posición, cubrió su flanco y continuó con el ablande de artillería sobre las posiciones argentinas. Se preparaba el ataque final. Sistemáticamente, combinaron el bombardeo naval, el aéreo y su temible artillería terrestre. Era un enmarañado entrecruzamiento de fuegos de gran calibre. Un ataque sostenido, durante las 24 horas, en jornadas agobiantes para quienes recibían los proyectiles entrantes.
Mientras esto sucedía, los grupos de inteligencia informaban sobre el desplazamiento de patrullas de exploración y combate enemigo, en las zonas de Monte Wall. De inmediato los comandos de las Compañías 601 y de la 602 barrieron el área referida. En Murrell Bridge cayeron en una emboscada perpetrada por los paracaidistas ingleses, que fue abortada gracias a la contraemboscada de los argentinos. El enemigo se replegó, con varios muertos y heridos en su haber, dejando abundante material valioso para la inteligencia. Allí se lució otro tucumano, el abanderado de la Compañía del 601, el Teniente Marcelo Anadón.
El heroico Cisneros
Relato del entonces Teniente Jorge Manuel Vizoso, un tucumano que es leyenda en la Compañía de Comandos del Ejército:
Dada la cantidad de bajas sufridas por la 602, en varios combates, recibimos algunos comandos de refuerzo. Así desarrollamos una serie de asechanzas con resultado variado. Reorganizada la compañía, montamos una emboscada en una altura adelante de Dos Hermanas. En ella, mi función de combate era como apuntador de una ametralladora MAG: con mi nuevo dúo, el Sargento Mario Antonio Cisneros, como auxiliar.
Entre nosotros reinaba un gran fraternidad; es que la camaradería, imprime un fuerte espíritu de cuerpo entre las fuerzas militares, universalmente considerada como la esencia del soldado. Modelo de esta camaradería era el Sargento Cisneros (conocido por todos como el “Perro Cisneros”), instructor de comandos. Mientras me veía limpiar el arma, hablamos de Catamarca de dónde provenía él y yo había vivido gran parte de mi infancia, aunque nacido en Tucumán. Cuando terminamos, me pidió la ametralladora, puesto que hasta ese momento él, había sido el apuntador. Por su insistencia, yo cedí. Él me dijo: Gracias mi Teniente, nunca olvidará este gesto.
El 10 de junio, pasado el mediodía, se ultimaron los detalles de la operación en ciernes. Nos embarcamos en los jeeps y nos dirigimos lentamente, al Monte Harrier y luego al Dos Hermanas; fuimos batidos por intenso fuego de artillería desde Monte Kent y también fuego naval desde Bahía Agradable. El tronar de sus cañones asediando a la primera línea argentina era constante. Las alturas parecían volcanes en erupción, envueltas en nubes de hierro retorcido, polvo y lodo. Era el infierno creado por el hombre; un fuego ensordecedor nos estremecía y el olor a explosivos, volvía irrespirable el ambiente. El propósito del enemigo era masacrar metódica y despiadadamente para ahorrar su sangre y a la vez, producir la mayor cantidad de bajas posibles en la defensa argentina.
La emboscada planeada por la comandancia, fue coordinada con fuego de artillería propia, para no estar tan solos en la boca del tigre. Confiábamos en nuestros artilleros y en su estruendosa compañía: el lejano bramar de sus cañones. En Dos Hermanas quedó un pequeño grupo de comunicaciones, dado que el enemigo constaba de poderosos instrumentos de guerra electrónica, con armas desconocidas por nosotros, especialmente cohetes, misiles, antitanques etcétera. El resto de la compañía se dirigió a su posición al oscurecer. Soplaba un gélido viento atlántico que calaba hasta los huesos por la humedad. Había una hermosa luna llena en el cielo límpido e intensamente azul. Estábamos en el terreno de nadie en medio de una dantesca confusión.
El lugar elegido era rocoso, allí se instaló un dispositivo de izquierda a derecha en una emboscada lineal; comenzaba entonces la etapa más agotadora de una emboscada: la espera. Le mostré al Sargento un pedazo de chocolate, le di la mitad. Le dije: -Yo tuve una experiencia muy desagradable en la Cordillera de los Andes en 1980, dónde fuimos atrapados por el viento blanco que nos costó una muerte por congelamiento; aprendí de esa experiencia que la unión hace la fuerza. Nos juntemos espalda contra espalda, conforme a nuestros sectores de fuego, (el miraba a la derecha y yo a la izquierda), así no estaremos tan entumecidos para enfrentar al enemigo que venga. Él dijo que sí. Y no hablamos más. Pasada la medianoche, los cañones del enemigo se silenciaron, sobrevino una calma, que presagiaba la tormenta que se avecinaba. Un silencio que auguraba que algo fatídico iba a suceder. Ateridos de frío, la piel de las manos se pegaba al acero de las armas.
Zona de muerte
El enemigo que nos cercaba era la élite de los comandos británicos, los célebres SAS (Special Air Service); quienes se aproximaron buscándonos como perros de guerra, desplazándose hacia la zona de muerte, prevista en una emboscada para batirle por el entrecruzamiento de los fuegos. El lazo mortal de la trampa se cernía ya. Los británicos se hacían presentes en el combate inevitable, ya habían sido descubiertos por el escalón seguridad, quienes venían advirtiendo de la vanguardia inglesa compuesta por alrededor de 10 hombres, mientras el grueso esperaba atrás. Los argentinos quedaron expectantes al ingreso del grueso a la zona antes mencionada. Por esas cosas que tiene la guerra, el alerta rojo no llegó al escalón apoyo posterior que integrábamos con el Sargento Cisneros.
De pronto, sentí que la espalda de Cisneros se tensaba, giré la cabeza hacia él sorprendido. Abrió de inmediato el fuego con la ametralladora descargando nuestros proyectiles sobre las sombras que avanzaban sigilosas. Casi simultáneamente llegó la respuesta del enemigo, lanzando un cohete LAW 66mm, que dio de lleno a la MAG y al sargento Cisneros en el pecho, matándolo en el acto y destruyendo el arma. A mí, la onda expansiva me levantó en el aire, esquirlas del cohete me hirieron en la cabeza, luego de lo cual caí pesadamente sobre las rocas. Me recuperé precipitadamente, aturdido le di vuelta, y comprobé que estaba muerto; sus ojos abiertos, me miraban sin ver. Sentí voces bajas en inglés.
Súbitamente, comprendí con la lucidez de la grave situación en que me hallaba, tendido en el suelo, la ametralladora destruida y no veía mi fusil. Calculé que los enemigos aproximándose eran al menos 10. Pensé que estaba perdido, que únicamente me quedaba rendirme, a lo que no estaba dispuesto. Recordé como en cámara lenta, mi juramento a la bandera y también a Sun Tzu, en cuanto a que “la guerra es el arte del engaño”; entonces decidí fingir que estaba muerto. Me deslicé lentamente hacia mi compañero, con su mirada en el firmamento infinito; una enorme herida en su pecho hablaba de su generosidad, los cargadores asomaban de su chaleco. Apoyé mi nariz sobre su espalda que aún estaba tibia, sentí el calor de su sangre. Mi mano derecha quedó apoyada en el piso, levanté el hombro y mi codo quedo rebatido. Mis ojos permanecieron abiertos sin pestañar, como estaban los de mi camarada. La luna llena permitía ver detalladamente, el escenario de la tragedia, el que se desenvolvía como en una cámara lenta ante mis azorados ojos
Mis sentidos estaban tan alerta que mi respiración era ensordecedora; los británicos se aproximaron lentamente en forma agazapada. Al llegar a nuestra posición dispararon para rematarnos. De inmediato el grupo de asalto nuestro comenzó a abrir fuego. Dentro de la trinchera un comando inglés, me pateó en el muslo derecho al tiempo que me insultaba, en esos interminables instantes pude ver donde había caído mi fusil. Los atacantes comenzaron a bajar al pozo para apoyar a sus compañeros que estaban bajo el fuego del grupo asalto.
Con un supremo esfuerzo logré ponerme de pie de un salto, venciendo y rompiendo las cadenas del miedo, tomé mi fusil y les vacié el cargador en automático; mientras ellos descendían, se tiraron cuerpo a tierra. Tomé un cargador del chaleco de Cisneros -al que cambié por el vacío- disparé otro cargador a repetición, tratando de ser más preciso. Ninguno me respondió el fuego, lo que me sorprendió. Seguidamente, después de esta acción, sentí como si estuvieran descuartizándome el cuello, el hombro, la espalda y la cabeza; como si me clavaran una puñalada, flecha o arpón. Asimismo, percibí que me corría sangre por la cabeza, el pecho y la espalda. Las heridas se hacían sentir como si me quemaran. Pensé que estaba hecho un colador. Después supe que tenía varias esquirlas del cohete en la cabeza y un disparo del fusil de quien quiso rematarme; era un proyectil luminoso que me escaldaba por la cercanía del disparo. En tanto, el combate era encarnizado, el enemigo resistía valientemente en un nutrido fuego cruzado.
En segundos advertí un lugar libre, y confiando en el lema: “la mejor cubierta es el propio fuego”. Les grité a los nuestros: -¡Voy a hacer un cambio de posición, hacia donde estoy el médico, estoy herido, apóyenme! Me despedí de Cisneros, tocándolo con la mano: ¡Chau Cisneros, hasta el encuentro con la Eternidad!
Me encaminé agazapado, hasta dónde se encontraba el comando médico, el capitán Ranieri. Durante el trayecto que me separaba de mi grupo, las balas trazadoras inglesas impiadosas trataban de arrancarme la vida con brutales zarpazos de aceradas garras. Había una pendiente pronunciada, yo caminaba, no me explico cómo no me mataron, solo creo que el manto de la Virgen Santísima, me estabas cubriendo. Llegué hasta Ranieri, me revisó y dijo:
- Tenés un agujero grande, pero estás bien porque llegaste hasta aquí. Seguí combatiendo, atrajiste todo el fuego para nuestra posición.
Desde las sombras
Me acomodé como pude detrás de una roca del lado izquierdo, donde se encontraba su sombra. Allí me disparaba un comando inglés, al que batí. Él disparaba a la sombra y yo me asomé por sobre ella sacando mi brazo izquierdo para deformar mi cabeza, entonces disparé y luego a otro; cometieron el error de tirar todas rasantes y uno las ve venir. El combate fue feroz, granadas, cohetes y el retumbar de los cañones nuestros y los del enemigo. Los incesantes arcos de las balas luminosas surcaban el espacio, danzando en caprichosos giros de la mano con la muerte, de la cual eran sicarios. Ambos contrincantes se percataron tarde que se encontraban enfrentando a fuerzas de élite. Las ametralladoras quemaban con el recalentamiento de sus cañones por el fuego de sus metrallas. La resistencia enemiga fue disminuyendo, hasta que desapareció, aunque quedaba el cañoneo. Nosotros tuvimos otro muerto, el sargento ayudante Acosta y dos heridos.
Luego de reunir información sobre las posiciones enemigas y su composición, nuestros comandos se replegaron, hasta las primeras líneas propias. Ahí me practicaron la primera curación y dejé mi fusil a otro comando, porque estaba muy dolorido. Mis compañeros querían ayudarme. Yo me negué, porque pensaba que retardaría más, nuestro repliegue hacia Puerto Argentino. Mis pesados borceguíes de montaña, se hundían en la turba pegajosa minando mis pasos, minuto a minuto. Apareció de la nada un jeep que me trasladó al hospital de evacuación. También fue una tortura porque sus bandazos me hacían doler mucho mis heridas. Al ingresar al hospital, cuya puerta era de vidrio, ví en él reflejada mi silueta, estaba con mi uniforme, cubierto de sangre y lodo, mi rostro blanco, pálido. Me senté en una silla de ruedas y perdí el conocimiento.
Lo inconcebible
Cuando lo recuperé en la sala de terapia intensiva, me estaban sacando la guerrera, con el torso desnudo, escuché a un médico decir: - Perdió mucha sangre. Las heridas son muy feas y sucias, hay que operar. ¡Miren, es un milagro! (con sus dedos extrajo el proyectil trazador, que asomaba de mi hombro, en la base del cuello). Tiene la cuenta del Rosario! ¡Miren… aquí está el Rosario entre sus ropas, es increíble que no se haya perdido!
Poco antes que colocaran la anestesia local, alguien me tomó mi mano derecha y me dijo: ¡Manuel, Dios está contigo! ¡La Virgen te ama mucho! Recé mucho por ti. Ya hable al Regimiento, a Covunco, les dije que estarás bien. Fue un gran consuelo para mí, era el padre Natalio Astolfo, un venerable anciano sacerdote que era capellán del Regimiento.
Después de casi dos meses en cuatro hospitales, con tres operaciones, pude volver al regimiento en Covunco; rengueando, por la piel que me quitaron en un trasplante. Llegué a mi casa, tras casi dos meses de internado. Todavía estaba convaleciente de las heridas, cuando descendí del avión en Neuquén; allí estaban esperándome mi mujer y mis hijas, con quienes nos abrazamos dejando salir nuestras emociones. Al rato me mandó a buscar el Jefe de Regimiento, el teniente coronel Pedrazzini, quien ordenó que me presentara de inmediato con mi familia. Yo tenía dificultades para desplazarme, pues apenas podía mover los brazos y cojeaba de la pierna izquierda. Al ingresar a la fortaleza que era ese regimiento, pasando por los jardines del mismo, me llamó la atención que no había nadie afuera y los portones estuviesen cerrados.
Descendimos del auto y tomados de la mano, avanzamos para ingresar al predio; repentinamente se abrieron las puertas y al son de la música de la banda militar que tocaba una Diana de Gloria, seguida de la marcha Curupayti, como se llamaba mi Compañía. Después, el Jefe del Regimiento me invitó a revistarlo, al mismo tiempo las tropas, me aplaudían calurosamente. Luego me abrazaron los oficiales, los suboficiales y los soldados. Fue el regreso con gloria que jamás imaginé, mi pecho exultante de felicidad por un lado y la congoja de los camaradas fallecidos por el otro. Pero lo más importante: la tranquilidad del deber cumplido.