Pobro. Marcelo Barrionuevo
La resurrección de Lázaro que hoy nos recuerda la Iglesia es un signo de la restauración del hombre sujeto a la muerte, como el pueblo israelita a la esclavitud del destierro (1ª lect). Este prodigio realizado por Jesús en el umbral de su propia muerte, nos confirma que Él es la Resurrección y la Vida, una Vida que vence a la muerte tanto física como espiritual, no ya mediante la resurrección final sino en la existencia presente.
En el diálogo de Jesús con Marta, ella proclama su fe en la Resurrección futura, pero Cristo le contesta: “Yo soy la Resurrección y la Vida, el que cree en Mí aunque esté muerto vivirá; y el que está vivo y cree en Mí, no morirá para siempre”. El creyente se sabe ya libre y salvado por Cristo, no de la muerte biológica que Cristo también padeció, sino del pecado, del miedo a la destrucción total. Sí, no todo acaba para nosotros con la muerte. La última palabra no la tiene la muerte sino la Vida.
Cristo no sólo da la vida o la sana cuando la hemos quebrantado por el pecado, sino que Él es la vida y este pasaje es una prueba elocuente. Cristo resucita a Lázaro para probar, a las puertas de su propia muerte, que Él es la Vida. “Pues así como el Padre resucita a los muertos y les da la vida, del mismo modo el Hijo da vida a los que quiere” (Jn 5,25). Poco importa que la muerte corporal sepulte a los hombres en la tierra. A la voz de Cristo, como salió Lázaro del sepulcro, así los que “hicieron el bien saldrán para la resurrección de la vida” (Jn 5,29).
Este episodio que la Iglesia pone hoy a las puertas de la Semana Santa, está envuelto en esa atmósfera que Jesús sabe crear alrededor de su Persona y que conocen bien quienes le tratan y le siguen de cerca con amor. “Enviándole a decir a las hermanas: Señor, el que tú amas, está enfermo” ¡Qué buena oración para que nosotros se la digamos también al Señor cuando un familiar, un amigo, un allegado vive alejado de Dios! ¡Señor, este marido o esta mujer mía, este hijo/a, este amigo/a, por quien Tú has muerto en la Cruz por amor, está enfermo espiritualmente hablando! “Lázaro, mi amigo, duerme, pero voy a despertarlo”. El Señor acudirá cuando lo estime oportuno, como vemos en este episodio. “El Señor, al verla llorar... se conmovió en su interior..., se echó a llorar”. ¡Tratemos al Señor en la Palabra y en el Pan! y “si nos ve fríos, desganados, quizá con la rigidez de una vida interior que se extingue, su llanto será para nosotros vida: ‘Yo te lo mando, amigo mío, levántate y anda’ (Cfr Lc 5,24), sal fuera de esa vida estrecha, que no es vida” .
¡Vayamos a confesar, a resucitar a la vida de la Gracia; e invitemos a hacerlo a quienes queremos y tratamos a diario! Jesucristo conoce nuestra debilidad y, como el médico, curará nuestras heridas de muerte.