Hace aproximadamente 500 años atrás un grupo presumiblemente numeroso de amerindios afiliados de algún modo al imperio incaico trepó hasta la cumbre del volcán Llullaillaco (6.700 metros de altitud en medio del desierto puneño) llevando tres adolescentes de entre 12 y 14 años para que murieran de frío, edema pulmonar, deshidratación, desnutrición, o una combinación de estas y otras derivaciones de la altitud extrema. El objetivo manifiesto de la laboriosa empresa era promover un clima más propicio a cosechas abundantes a partir de una retribución a la Pachamama o alguna entidad meritocrática equivalente, poco dispuesta a otorgar beneficios gratuitos.
Hoy podemos estimar con precisión el efecto directo de estas acciones sobre el clima: era exactamente cero. Si se incluye el costo de oportunidad podemos también inferir que el efecto sobre las cosechas era negativo (la logística y los recursos humanos afectados a la expedición podrían haberse asignado a mejorar sistemas de riego y drenaje, control de plagas, fertilización o a otras mejoras del agroecosistema). Sería erróneo, sin embargo, concluir que un régimen caracterizado por la crueldad infanticida basada en la ignorancia supersticiosa es necesariamente disfuncional. El desarrollo de la civilización en los Andes tropicales fue uno de los más avanzados de las Américas, con eficientes estrategias para navegar la seguridad alimentaria, incluyendo sofisticados sistemas de riego, almacenaje de alimentos, comunicaciones y transporte, desarrollo y mejoramiento genético de especies agrícolas valiosísimas como la papa, la quínoa, el algodón o el poroto. Aunque eran analfabetos, contaban con un sistema contable basado en nudos que eficientizaba el manejo y distribución de la producción agrícola.
En verdad, se va acumulando evidencia de que la superstición socializada y bien administrada puede haber sido un elemento crucial para el progreso y persistencia de las sociedades. Es que una de las claves del éxito de los humanos desde su origen como especie, ha sido la capacidad de generar acciones coordinadas entre grupos numerosos. Esto es lo que seguramente permitió, hace cientos de miles de años, a los primeros homínidos prosperar en las sabanas africanas aventajando a depredadores (e.g. felinos, hienas) o competidores (otros primates) individualmente mejor diseñados en cuanto a velocidad, fortaleza o destreza. O más recientemente, al Homo sapiens desplazar y exterminar a otros Homo como los Neanderthal, que contaban incluso con un volumen de cerebro mayor. Los multitudinarios banquetes antropofágicos de los Aztecas, la incineración de brujas y herejes por parte de la Santa Inquisición, el bíblico holocausto de chivos expiatorios entre muchas otras expresiones de fervor popular, habrían servido para cimentar sociedades resilientes, capaces de sobreponerse a la amenaza de enemigos animados (antes quienes la organización resultante constituía un poderoso remedio) o inanimados como terremotos, volcanes, tsunamis, sequías o inundaciones; ante los cuales la comunión resultante operaba como un eficaz placebo tranquilizador.
Resurgimiento de profesiones ancestrales
La nueva amenaza del cambio climático plantea desafíos. A diferencia de las sociedades premodernas, conocemos con bastante detalle sus causas y mecanismos en base al exponencial progreso de la ciencia. Los tecnócratas del mundo se devanan los sesos para desarrollar estrategias de defensa y adaptación, pero por más ingeniosa que estas resulten, sugieren que deberíamos encarar algunos esfuerzos importantes: que consumamos menos energía y no nos quejemos de la tarifa de la luz y el gas, que viajemos menos, que comamos menos carne vacuna. Sin embargo, la ciencia es un producto social demasiado nuevo para ser fácilmente asimilable por nuestro cerebro, que se ve motivado más naturalmente por aquellas tendencias ancestrales. En el mundo occidental, donde el conocimiento científico ha logrado, entre muchas otras cosas, descifrar el funcionamiento del clima, la comunicación sobresimplificada y alarmista de la ciencia deriva en la explosión del síndrome de “ansiedad climática”, una patología que se diagnostica desde hace poco, pero que probablemente aquejó a los humanos desde mucho antes del invento de la psiquiatría. No debería sorprender que emerjan respuestas afines a nuestros orígenes.
Es que las nuevas mitologías, además, han sabido adaptarse mejor a los tiempos del “Estado de Bienestar”, y a diferencia de las deidades de antaño y de las sugerencias tecnocráticas solo requieren esfuerzos menores. En un número reciente de la revista inglesa The Economist, se reporta que la religión que más ha crecido en el Reino Unido en la última década (aunque aún con números absolutos bajos) es el chamanismo. Se basa en el animismo, la idea de que cada entidad de la naturaleza (plantas, animales, o rocas) están vivos y tienen cualidades cuasi humanas: se puede establecer comunicación con ellos entrando en trances que se alcanzan con tamborileos, canticos, bailes y drogas psicotrópicas ingeridas, inyectadas o inhaladas. Si bien las sociedades amerindias más avanzadas refinaron estos ritos, la idea general viene desde mucho antes, desde nuestros tiempos de cazadores-recolectores. “Se repite que la prostitución es la profesión más vieja, pero en realidad es el chamanismo”, dice Simon Buxton de Sacred Trust, un centro de entrenamiento londinense. Un grupo pequeño pero creciente de psicoterapeutas ha comenzado a integrar el enfoque en su trabajo.
Sarah Negus es una “coach de negocios chamánicos”, que da conferencias Ted. En un garden studio británico se celebran reuniones chamánicas todos los meses: pieles de serpientes, plumas de aves tropicales, velas y tazones con agua, se sitúan en el centro del evento, cada uno representando los cuatro elementos de la cosmología incaica. La quema de inciensos mexicanos de copal me hace pensar que hay otra profesión ancestral que mantiene vigencia: los vendedores de humo.
© LA GACETA
H. Ricardo Grau - Profesor titular de Ecología (UNT), investigador principal Conicet.