La receta de Todolandia: "Siempre digo que el secreto del progreso es cumplir"

La receta de Todolandia: "Siempre digo que el secreto del progreso es cumplir"

A los 78 años, Bellos sigue yendo al local de la calle San Martín al 700 a dar una mano con el negocio que hoy encabezan sus tres hijos varones.

 la gaceta / foto de inés quinteros orio la gaceta / foto de inés quinteros orio

Esta mañana Hugo Bellos se pasea con dos cajas de cartón por los escritorios de Todolandia. De repente se detiene ante un empleado y le suelta un reproche insistente porque, en lo que revisaba el stock de materias primas, encontró una etiqueta repetida. Bellos quiere saber qué pasó y en qué medida el error afecta a sus reservas de planchas de fotopolímero, el material con el que elabora sus sellos legendarios. La escena lo pinta de cuerpo entero: jubilado en los papeles desde hace más de 10 años, a los 78 sigue trabajando con el compromiso y la vena que tenía de changuito, cuando se puso al frente del “quiosquito” que había montado su papá Isidoro en la galería Florida con un nombre, Todolandia, que definía la naturaleza polirrubro del negocio, pero, también, el temperamento de su encargado.

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Aún preocupado por el asunto sospechoso de las cajas gemelas, Bellos se acomoda en la cabecera de una mesa ubicada en la planta alta del local de la calle San Martín al 700 y cuenta su historia. El hilo conductor de seis décadas en la actividad comercial, donde llegó a erigirse en la marca de garantía de los sellos de goma y, desde allí, creció como vendedor pujante de artículos de librería, es su obsesión por algo que heredó de sus ancestros: la costumbre inviolable de honrar, pase lo que pase, la palabra empeñada. “Siempre digo que el secreto del progreso es cumplir”, define con modestia.

Él se dio cuenta de que, si hacía los sellos bien y rápido, crecía más que la competencia. “Era otra forma de trabajar”, explica. Eso, el servicio veloz y eficiente, que suena tan fácil y lógico, a Bellos le llevó un sinfín de horas de dedicación: a veces 14 por día o más. Como este viernes de febrero con las cajas de cartón inexplicablemente repetidas, el dueño estaba detrás de cada detalle: se implicaba mano a mano con su gente en la producción para hacer, si fuese necesario, hasta lo que no estaba escrito en el afán de llegar a la hora señalada con el trabajo confeccionado como había sido prometido. Es que Todolandia se había puesto la vara bien arriba al promocionar en los avisos clasificados de LA GACETA que podía tener listos los sellos en 24 horas cuando otros demoraban varios días.

El plazo no era caprichoso. Bellos había calculado que precisaba medio día para hacer el encargo: el resto del tiempo estaba reservado a revisar la tarea y, si correspondía, a rehacerla para que quedara impecable. En la filosofía de este emprendedor hecho a sí mismo y de su empresa que, según calcula, hoy genera alrededor de 50 empleos, no existía la posibilidad de decir a un cliente “vuelva usted mañana”. “Para mí eso equivalía a que saliera sangre”, compara. Y atribuye a la política de “cero excusas” el haber podido construir una credibilidad de plomo, tan consistente como los moldes con letras que usaba al principio para componer las palabras y líneas que, luego, serían estampadas con el concurso de la tinta y de la almohadilla.

Un invento porteño

La lapicera Cross que lleva en el bolsillo de la camisa delata que Bellos aún escribe a mano: aunque sigue haciendo sellos, la tecnología transformó el negocio de Todolandia, y en el presente esta denominación es la insignia de una empresa de familia que se expandió hacia las diferentes especialidades de la librería (comercial, escolar, técnica y artística) y plataformas, e incorporó parte del negocio de Copitec y la distribución mayorista. El fundador dejó la gestión a cargo de sus tres hijos varones, Daniel, Ariel y Alberto, y asegura que a menudo se entera de las novedades de la firma cuando estas están ya consumadas. “Lo mío es supervisar si me dejan y si me escuchan. Si no, no importa. Es decir, no les importa a ellos, a mí, sí”, admite Bellos. Esa ubicación en el segundo plano no quita que no siga atrás de los sellos -que se niegan a desaparecer como la máquina de escribir- como desde el instante en que un pariente le dio la oportunidad de quedarse con unas máquinas muy antiguas pertenecientes a una fábrica de 1904 y él aprendió, aconsejado por un conocedor, a manejar los peliagudos tipos móviles.

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En su juventud Bellos ya era un trabajador con un curriculum extenso porque a los siete enderezaba clavos; más tarde hizo las veces de cadete de su abuelo Morris (“un perfeccionista que me enloquecía”, recuerda el nieto), y, antes de ponerse al frente del quiosco de Todolandia, en enero de 1966, se ganaba la vida como electricista a domicilio, y mecánico de planchas y otros electrodomésticos pequeños. Gracias a que casi termina el secundario en el Instituto Técnico de la Universidad Nacional de Tucumán, siempre se llevó bien con los fierros. Agradecido con el Técnico por los conocimientos que adquirió, para él resulta incomprensible que los chicos de esta época carezcan de nociones de calorimetría.

Pero Todolandia no nació para fabricar sellos. “Al comienzo vendíamos de todo y muchos artículos de temporada. Llovía y había que salir corriendo a la calle Junín a comprar paraguas. Se ponía de moda un monedero con cierre y salía corriendo a la calle Maipú a conseguirlos. Y así con cada cosa”, rememora Bellos. En esos trotes andaba cuando apareció la oportunidad de quedarse con las herramientas para hacer sellos que su tío ya no usaba. Aún así, no se puso de inmediato a fabricar, sino que primero comercializaba los sellos que encargaba a un tercero. En simultáneo, se interesó en el oficio; se instruyó; probó la tipografía; entendió la importancia de la corrección ortográfica, y así, con errores y aciertos en el componedor, avanzó hasta que pudo sacar sus propios productos.

Sellos y Bellos estaban destinados a encontrarse. “Empecé a ganar más dinero. El taller se fue armando con máquinas nuevas y tuve que alquilar otro local”, cuenta el fundador de Todolandia. Mientras tanto, él seguía experimentando con los procesos de impresión, y una vez hasta diseñó y construyó, con la ayuda de un amigo mecánico de autos, una prensa vulcanizadora de sellos. “Era perfecta”, describe. Tan bien funcionó el invento que un día un viajante porteño le solicitó una copia y él se la dio. Tiempo después, Bellos advirtió en una feria de la industria gráfica en Buenos Aires que su modelo era ofrecido como propio por la empresa del viajante. “¿Qué iba a hacer? ¿Patentar la prensa y tratar de venderla a mis competidores desde Tucumán? Iban a decirme que ellos compraban sus máquinas en la capital del país, sin importar si era lo mismo que yo les estaba ofreciendo. Antes ‘Dios estaba en todas partes, pero atendía en Buenos Aires’: hoy, gracias a internet, atiende en nube”, reflexiona.

El arte de la previsión

Con los años, Todolandia iba a ocupar cinco unidades contiguas de la galería Florida (más una planta alta para depósito, donde en su momento funcionó una “boite”) porque los sellos traerían, como en cascada, la ocasión de colocar los artículos de librería. “¿Qué pasaba? Venía un cliente a comprar un sello con una lista que decía, además, ‘cuadernos’, ‘hojas’, ‘lápices’, ‘plasticola’... Yo le pedía el papel, lo copiaba y me iba a comprar esos productos a la calle Maipú. Puse un estante y empezamos. Yo me encargaba de los sellos y mi señora, de la librería”, relata. La complementación fue brillante: eso se ve en los pasillos atestados de clientes que en este momento del año acuden a Todolandia a hacer acopio de útiles escolares.

“Aprendí a ser previsor y a no tener deudas. Dispongo de materia prima (atinente a los sellos) hasta 2024 o más. Así no dependo de que venga un Presidente y diga que se cierran las importaciones”, expresa Bellos. Eso le permitió, por ejemplo, asistir una vez a la tornería que le proveía de perillas y que se había incendiado: le prestó 8.000 piezas y el negocio se salvó. El comerciante enfatiza que él siempre procuró estar cubierto ante los riesgos y que por eso le preocupa tanto el asunto de las cajas repetidas de fotopolímero que acaba de encontrar, algo que, al lado del volumen de mercadería expuesta, luce insignificante. Pero este empresario de origen bielorruso no subestima los descuidos, por pequeños que parezcan. Bellos nunca se relaja, ni aún jubilado. Él resume esa forma de ser y estar con un sello que contiene cinco palabras: “siempre voy un año adelante”.

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