El 24 de febrero de 2022, Vladimir Putin ordenó a sus tropas bombardear ciudades ucranianas e iniciar una cruenta invasión que se mantiene un año después y ya ha dejado decenas de miles de muertos, millones de refugiados y desplazados internos, ciudades bombardeadas y destruidas y una economía muy golpeada.
Con su balance devastador, la invasión rusa a Ucrania se convirtió en sinónimo de sufrimiento y destrucción, alteró el orden y el tráfico de energía y alimentos a nivel mundial. Fue, además, una usina de noticias falsas, corrientes de desinformación y acusaciones mutuas entre Rusia y Ucrania sobre crímenes de guerra.
En las retinas y en la memoria de los que siguen el conflicto por redes sociales o por medios de prensa, quedarán las imágenes de las fosas comunes halladas en Bucha, la devastación dejada por los bombardeos en Irpin y el asedio a Mariúpol y el miedo al desastre nuclear en la ocupada planta de Zaporiyia.
La invasión, que se produce tras frenéticos esfuerzos diplomáticos por mantener a Moscú en la mesa de negociaciones, es denominada por Putin como “operación militar especial”, con el supuesto objetivo de “liberar” de un gobierno nazi a los rusos que viven en la región del Donbás. Pronto se mostró que las intenciones eran ocupar toda Ucrania.
Tras la muerte y la destrucción de los primeros bombardeos, se produce un éxodo masivo de ucranianos que intentaban salir del país en autos, colectivos, trenes o a pie, principalmente hacia las fronteras de Polonia, Hungría y Rumania. Son sobre todo mujeres y niños, ya que a los hombres en edad para luchar se les ordena quedarse. La invasión también provoca protestas en distintos países y reiterados llamados del Papa y de Naciones Unidas, que reclaman una paz “justa y duradera”, que parece muy lejos.