Por José María Posse, abogado, escritor e historiador
Fue un hombre fundamental en el desarrollo de la industria azucarera y el despegue del Tucumán moderno. Su vida podría ser tomada como guion para una película de aventuras, con grandes logros y sonados fracasos. Nació en Tucumán el 6 de enero de 1809; hijo del peruano avecindado en Tucumán Juan de Dios Aguirre, hombre de regular fortuna, que tenía tierras y era además propietario de una pulpería en la ciudad; por su madre, doña Francisca Ponce de León, emparentaba con distinguidas familias del Norte.
El joven Baltazar Aguirre tenía un temperamento determinado, además de poseer una aguda inteligencia, lo que le granjeó la amistad de jóvenes notables de su época, que integrarían el elenco dirigencial de la provincia en los siguientes años; entre otros referimos a Marco Avellaneda, Salustiano Zavalía, Brígido Silva y Juan Bautista Alberdi, que usó el carruaje de Aguirre para su viaje de regreso a Tucumán, en 1834, según su propio relato.
Fue uno de los primeros en seguir el ejemplo del obispo José Eusebio Colombres, y plantar caña de azúcar, para convertirla en alcoholes y la rudimentaria chancaca. En sociedad con su padre, fundaron hacia 1834 una fábrica azucarera, la que años más tarde compró don Máximo Etchecopar, bautizándola con el nombre de “Lastenia”.
Pero Baltazar Aguirre producía también azúcar y aguardiente en un establecimiento situado en “El Alto”, lo que hoy llamamos Floresta. Esa sería la plataforma de su fantástica aventura .
El emigrado
Por su posición económica y social no pudo evadirse de las responsabilidades cívicas, así fue elegido miembro de la Sala de Representantes de Tucumán en 1840. Tampoco pudo evitar ser parte del levantamiento de ese año contra Rosas, lo que le valió el destierro por muchos años, luego de la derrota del ejército unitario en Famaillá, en 1841.
Como consecuencia de haber tomado partido por los unitarios, las fábricas azucareras y cañaverales de los Aguirre fueron incautados. De los inventarios que se levantaron en la ocasión se desprende que el ingenio de “La Banda” (posteriormente, Lastenia), tenía un trapiche de hierro y otros equipos que lo hacían el más avanzado tecnológicamente de la época, lo que confirma otro inventario de 1843, a raíz del fallecimiento de su padre, el referido Juan de Dios. Con Baltazar Aguirre en el exilio, la propiedad entró en sucesión y fue adquirida, como ya vimos, por Etchecopar a fines de la década.
Destrozada la coalición, y con la cabeza puesta a precio, Baltazar Aguirre escapó a Lima, donde tenía parientes y amigos que lo ayudaron a establecerse, aunque no tuvo suerte en sus empresas, y vivió con problemas de deudas. Finalmente pudo regresar a Tucumán, donde consiguió que le devolvieran parte de sus bienes confiscados, el más importante: los cañaverales de la abandonada fábrica azucarera de “Floresta”.
El pionero
Finalmente, en 1856 logró armar un rudimentario ingenio, que no era muy distinto al de aquellas fábricas de la época. Con el tiempo el trapiche de palo y la fuerza de tracción a sangre animal fue suplantado por trapiches de hierro tirados por agua, lo que se tradujo en una mejor producción en las fábricas que lo instalaron.
Aguirre ya lo había experimentado en su anterior fábrica de La Banda, con muy buenos resultados, razón por la cual se decidió a dar un paso mayor.
Según la tradición, fue en el Perú donde Aguirre se enteró de las modernas maquinarias fabricadas en Inglaterra y Francia, que estaban revolucionando la industria azucarera en el Caribe. De algún modo logró comunicarse con una de las empresas inglesas y así tuvo una idea extraordinaria, que fue trasladar desarmadas en partes las enormes piezas de un pequeño ingenio, que se desembarcaría en el puerto de Rosario y luego se traería en carretones a Tucumán. La empresa era en suma onerosa y se necesitaba de un enorme capital para poder ejecutarla.
La sociedad con Urquiza
Corría el año 1859; por entonces, el general Justo José de Urquiza era el hombre más rico y poderoso de la Argentina, y fue a quien acudió Aguirre con su proyecto, muchos años antes de la llegada del ferrocarril a Tucumán.
Urquiza era un estanciero y comerciante considerablemente perspicaz, razón por la cual Aguirre debió ser muy convincente en su propuesta societaria. El general pondría el capital para la compra y traslado de las máquinas y él las tierras y el capital de trabajo.
El traslado de las piezas de la maquinaria fue en extremo accidentado, ya que las carretas debían recorrer leguas de caminos que eran apenas trazas, que las lluvias borraban. En medio de una vegetación cerrada de bosques que había que atravesar, sin puentes, por lo que un río crecido demoraba en días o semanas el cruce; con el permanente peligro de ser asaltados por indígenas alzados contra la autoridad o bandidos, que eran una plaga común en aquellas desolaciones.
Con Aguirre llegaron dos ingenieros franceses que se desempeñarían en los años posteriores, como los principales instaladores y constructores de los ingenios modernos: Luis Dode y Julio Delacroix.
Problemas sin fin
Finalmente, luego de sortear dificultades sin cuento, la caravana entró a Tucumán y depositó la carga en la actual Floresta: Nacía así, la primera industria mecanizada de nuestro país, cuya fuerza multiplicadora, se convirtió en la riqueza de una provincia, hasta entonces pobre, como era el Tucumán en la segunda mitad del siglo XIX. La maquinaria se componía de los siguientes aparatos: “…un trapiche de fierro de dimensiones bastantes grandes, movido por una rueda hidráulica; dos defecadores y cuatro evaporadoras a vapor; a aire libre; dos filtros para negro animal; un tacho al vacío; dos monta caldos; una turbina centrífuga; un horno para fabricación del negro animal y sus accesorios; un alambique continuo; varias bombas, y dos generadores (calderos) para una fuerza de 20 caballos, destinados a suministrar todo el vapor necesario para la fábrica-
Significado
El doctor Ernesto Padilla, en la Exposición Industrial del Centenario, en Buenos Aires, en 1910, expresó de manera extraordinaria lo que la modernización azucarera significó: “A su influjo los remolinos de hombres y de pasiones comenzaron a aquietarse; nuevas orientaciones abrieron los horizontes, diseñándose un primer cuadro sugeridor de la paz proficua, del goce pleno del hogar y del trabajo armonizado e intenso. Y es así que el trapiche logró crear y formar un núcleo sólido de irradiadoras fuerzas sociales, económica y política, allí donde la colonia miró solo un punto de tránsito, donde la epopeya ciñó relámpagos de gloria, donde la consolidación del país asentó uno de sus fuertes pilares y donde el sentimiento argentino de todas las épocas ha encontrado la palpitación de una entraña sana y pujante”.
Padilla propone saludar a esa génesis. “¡Qué fuerza aquello! Nos basta una ojeada sobre la propia historia, para valorar en su plenitud la resolución de los hombres modestos que, desde el desorden y la turbulencia, se movieron por un ideal superior al del momento en que vivían, cuando se consagraron a algo más que a pedir a la tierra sus primicias, y buscaron la trascendencia de una industria transformadora, cuya suerte vinculaba a las esperanzas de una patria próspera, pacífica y feliz que entreveía”.
Volviendo a Baltazar Aguirre, no bien instalada la fábrica se dio con que necesitaba un mayor caudal de agua para mover la enorme rueda hidráulica. Para ello tuvo que construir una gran acequia con su acueducto, lo que encareció significativamente los costos que ya de por sí habían superado ampliamente el presupuesto inicial. No fue fácil la tarea ya que su caudal quitaba riego a otras fincas productivas, y tuvo que negociar con muchos perjudicados y los jueces de agua que hacían cumplir el reparto justo del agua. Todo ello demoró, como es lógico suponer, la puesta en marcha de las nuevas maquinarias.
La ruina
Finalmente llegó la primera zafra, pero la producción del ingenio no fue ni por asomo la esperada. En gran parte tuvieron que ver las deficiencias en la construcción del acueducto que impedía que el agua llegara con la fuerza necesaria. A ello se le sumaba la impaciencia de los contadores del general Urquiza, que no veían posible recuperar la inversión en mediano plazo y mucho menos ver las ganancias prometidas por el tucumano.
Finalmente el ingenio fue clausurado por los representantes de Urquiza, entre acusaciones de inoperancia y mala administración, además de la palmaria realidad que la empresa no generaba mínimamente los efectos esperados. Lo cierto es que el general Urquiza dejó de enviar los vitales recursos financieros con los que Aguirre contaba en aquellos primeros tiempos; fue así como el primer ingenio moderno se fue a la ruina. El ingenio Floresta fue cerrado y sus partes fueron compradas por otros industriales.
Siempre el agua
El problema del agua, desde el traslado de la ciudad, desveló a los tucumanos, y fue en parte, como vimos, la razón del fracaso de la iniciativa de Aguirre. Por ello, el audaz tucumano en los años siguientes daría un último gran servicio a su provincia. En 1871 se construyó la “Acequia del Oeste”, para que desde el paraje El Duraznito el río Salí provea a los terrenos del oeste hasta desaguar en el punto más conveniente de la acequia que atraviesa el camino a Los Aguirre.
Esta acequia fue construida por Don Baltazar de Aguirre, luego de más de 30 años de frustrados intentos.
Morir en el olvido
Pero los astros de la fortuna nunca estuvieron con él, agobiado por las deudas, Baltazar Aguirre tuvo que vender todos sus activos en la provincia, luego de lo cual se instaló en Buenos Aires, donde puso un pequeño almacén, con el que apenas sobrevivía. Falleció en el Hospital Español de esa ciudad en 1881, olvidado por todos, mientras en Tucumán, la industria azucarera florecía gracias a las maquinarias a vapor que llegaban desde los puertos en enormes vagones de ferrocarril. Lo que palmariamente resultaba mucho menos oneroso que el épico traslado de Aguirre, décadas atrás. Nadie se acordaba por entonces de aquel visionario que dio comienzo a la industrialización azucarera. Nada quedó de él, ni siquiera un retrato de su imagen que lo recordara.
Lo que el viento se llevó
Como sucedió con gran parte de nuestro acervo arquitectónico histórico, no han quedado vestigios de aquella fábrica pionera en el populoso barrio de Floresta. La ciudad moderna lo fagocitó, aunque la chimenea del ingenio de Aguirre sobrevivió hasta la década de 1960. Era fácil distinguirla entre las calles San Lorenzo y Baltazar Aguirre. Por algún motivo fue demolida y con ello el sueño de aquel hombre extraordinario terminó por esfumarse. Como en tantos lugares donde ocurrieron hechos históricos, la piqueta fue demoliendo aquellos vestigios materiales, parte esencial de nuestro patrimonio cultural y de nuestra identidad. Es posible aún recrear algo de todo aquello que el viento de los tiempos ha comenzado a borrar; ojalá no lo haga de forma definitiva. De nosotros depende.