Se perdió el valor simbólico de la palabra
Por Gabriel Artaza Saade
Psicoanalista, psicólogo en el gabinete psicosocial multifueros del Poder Judicial. Participó en publicaciones de Luciano Luterau. Instagram @amorlibidinal
Esta estadística podría llevar a asociar la violencia (física) con lo que tendría que ser un momento de divertimiento para los jóvenes. Desde una moral policial, inmediatamente se concluye que ellos no saben divertirse. Pero se trata de un promedio: generalmente son los jóvenes quienes más se encuentran los fines de semana. Ahí, habría que preguntarse qué de la sociedad se manifiesta en estás conductas. No poner el foco directamente en los jóvenes sino mirar un poquito más arriba, ya que no solamente son hijos de alguien sino que están insertos en un contexto histórico determinado: hijos de una cultura. Muchos padres no dicen malas palabras ante sus hijos y promueven una serie de normas morales, pero se comportan violentamente con su vecino, conducen vehículos de forma agresiva, entre otras conductas ruines. Es decir, una sociedad de la apariencia: sus hijos no dirán malas palabras, pero captan el componente pulsional agresivo con el que se manejan sus progenitores. Más allá de la hipocresía, también hay un descreimiento de las instituciones que la componen. Este punto es central para poder entender esta tragedia en una dimensión más compleja. Lo cual nos lleva a plantear la crisis de la alteridad que, dicho de otra manera, es la pérdida del valor simbólico de la palabra y por ende la crisis de la legalidad. El efecto a nivel psíquico es una desazón que conlleva a una depresión generalizada. Otra posición en los sujetos, es el cinismo e impunidad ante las leyes. Lo cual expresa un problema anímico y uno ético de los sujetos contemporáneos.
Se declinaron los valores que sostienen a una sociedad
Por Daniela Lezaña Anez
Psicóloga clínica con orientación psicoanalítica, especialista en trabajo con adolescentes
La lectura que puedo hacer de estos números es que nos marca que existe alguna relación entre jóvenes y la violencia, asociada en estos datos a la noche y los excesos, escenario casi exclusivo de los jóvenes. Pero me parece interesante entender cuál es el contexto que propicia esto. En los jóvenes se reflejan los síntomas de su época y asistimos a un momento de declinación de los valores que sostenían a la sociedad. Nos encontramos inmersos en un entorno cuyo imperativo es el empuje a gozar de todo sin límites y ahora mismo. En base a una falsa idea de igualdad de posibilidades entre los sujetos, aquel que no puede acceder a ello, es culpabilizado por no poder lograrlo y queda excluido y marginado de su grupo. Frente a la imposibilidad de ese goce absoluto e inmediato, aparecen síntomas de sufrimiento psíquico, tales como ansiedad, depresión, consumo problemático, trastornos de la alimentación, violencia entre pares, etc.. En esta lógica del mercado, el otro es despojado de su condición de sujeto: no es un semejante sino un objeto que favorece u obstaculiza el acceso al goce pleno. De esta manera, el que aparece como distinto es un enemigo, que puede ser atacado, golpeado, aniquilado, etc.
Por otro lado, pensemos que referencias ofrecemos desde el mundo adulto a estos jóvenes. Los adultos muchas veces nos encontramos perdidos y sin herramientas que ofrecerles, porque también nos encontramos sumergidos en la búsqueda de objetos que colmen, que llenen, que nos hagan sentir exitosos.
Se pierde de vista la gravedad del nivel de violencia
Por Gabriela Córdoba
Doctora en Humanidades, área psicología. Postdoctora en estudios de género. Especialista en masculinidades. Docente de la UNT.
Los números dejan en evidencia el modelo social de masculinidad vigente en nuestra zona, que fomenta que “un hombre de verdad” debe erradicar de sí todo aquello que evoque o se asocie a la pasividad, a la dependencia y a la femineidad. Para ser “realmente masculino”, las necesidades de proximidad e intimidad deben ser enmascaradas con comportamientos temerarios, homofóbicos y misóginos, con un posicionamiento distante y asimétrico; lo que produce prácticas de dominio. Esto se acompaña con una presión -vivida como obligación por muchos hombres-, de demostrar hombría, fuerza, actividad compulsiva, tenacidad y dominación mediante conductas de riesgo y el ejercicio de la violencia Esto es naturalizado y se pierde de vista la gravedad que supone para sí y para otras y otros. El alto porcentaje de lesiones masculinas producidas, ese 77%, deriva de la competencia temeraria de estos varones que, en su búsqueda de valoración por parte de los pares, cometen excesos internamente convencidos de que no les va a pasar nada. La confrontación violenta está validada como recurso para resolver conflictos en las relaciones entre hombres tucumanos, y en esos enfrentamientos, cada varón puede ser violento y violentado, generalmente apelando a una ‘causa’, tales como la defensa del territorio, el club de fútbol, o de algunas ideas, entre otras. Hay una reticencia masculina a cuidarse, porque eso “no es de hombres”, propiciando la falta de registro del desgaste psicofísico: suceden en la madrugada, luego de venir de muchas horas despiertos, sin tener en cuenta efectos del cansancio y/o del consumo de sustancias.
La violencia no es un asunto exclusivo de los veraneos porteños
Por Santiago Garmendia
Dr en Filosfía. Profesor de Filosofía del lenguaje y Sociología (UNSA). Historia de la filosofía contemporánea (UNT).
En primer lugar, estas estadísticas nos llevan a reconocer que la violencia no es un asunto exclusivo de los veraneos porteños. A su vez, muchos de nosotros podemos evocar haber sido testigos de algún hecho de violencia, con suerte con mejor desenlace. Hay un tema fundamental que la filosofía política actual denomina la “inmunización “ de los sujetos respecto al colectivo. Inmunidad es anestesia frente a los otros, no asumir ni ser asumido como parte de una comunidad política. Se asumen otras filiaciones que podemos llamar tribales, si se quiere. Dicho en otras palabras, “los demás no me importan y cada uno hace lo suyo”. Ante este movimiento las identidades viran a otros grupos de alta fuerza de cohesión pero como cumpliendo alguna ecuación de suma cero: el nivel de compromiso con el grupo se compensa con competitividad con el resto de la sociedad. Más si esos grupos tienen ritos de reclutamiento donde los “bendicen” con violencia, como el rugby. La juventud (una abstracción cuestionable), es una esponja de las actitudes y modelos de anestesia política y de adhesiones tribales. También son lo contrario: dan las muestras más conmovedoras y esperanzadoras que podamos pedir porque son capaces de innovar en un mundo que los mayores no terminamos de asimilar siquiera. Las peleas y la violencia no son nuevas, no sé si hay más. Pero los casos notables han sido justo donde o cuando se suspende la vida del trabajo (vacaciones, fines de semana). Lo cierto es que la política y los medios se ocupan más de los muertos que de los vivos. O de los vivos sólo cuando matan o están muertos. Las condenas son necesarias para todos, inclusive para el agresor. Pero no creo que ninguno de los casos mencionados se eviten por un cálculo de años de prisión. Allí ya estamos en el ámbito de lo irreversible.
Creo que cualquier política que se encare debe tener un carácter serio, pero no con la seriedad solemne de una consigna, sino que pueda evaluarse, pensarse todas las veces que sea necesario. Tener la virtud de la corregibilidad. Si no se puede decir o pensar un cambio y la salida es una estigmatizacion de la juventud o una canonización, que es lo mismo, nuestros hijos van a seguir pasando las noches a la intemperie.