Las palabras, y con ello involucro al lenguaje en general, están ligadas al pensamiento de manera indisoluble; son sus manifestaciones sensibles, lo perceptible. Ellas, las palabras, en muchos casos generan acciones, determinan comportamientos, forjan creencias y, también, instauran prejuicios, odio y resentimientos. Muchas veces promueven emociones encontradas y raciocinios antagónicos. Vemos el mundo a través de ellas, de sus constructos en formas de hipótesis, teorías y todo cuanto su sistema simbólico pueda ofrecernos. Pero el proceso recorre caminos disímiles. En ciertos casos, la secuencia que nos induce a un comportamiento cualquiera por medio del lenguaje es inmediata, mientras que en otras ocasiones requiere de un complejo devenir de los acontecimientos.
El sueño de Martin Luther King fue de aquellos que se postergaron en el tiempo, en la enrevesada trama de una historia en la que prevaleció la segregación, la desigualdad, la injusticia, la intolerancia y el odio. No fueron suficientes ni la Carta de Derechos -que garantizaba los derechos civiles fundamentales y las libertades de los ciudadanos norteamericanos-, ratificada en 1791, ni las palabras vertidas en la Proclamación de 1863 -inserta en medio de una guerra que dividía en dos a los Estados, paradójicamente, Unidos-. Y tampoco fueron suficientes los 100 años que siguieron a esta proclamación, hasta ese ardiente agosto de 1963 en donde el joven Martin Luther King, ante una multitud, les regaló a una nación y a la humanidad entera un sueño. Un sueño en el que primaban valores como la libertad, la justicia, la igualdad. Ese 28 de agosto de 1963 Martin Luther King demandaba la reivindicación de una pretérita promesa que se había diluido en el tiempo, una exigencia sin amarguras y sin odios, una lucha, parafraseándolo, inserta en el plano alto de la dignidad.
Próximos a cumplirse los 94 años de su nacimiento, el sueño de Luther King sigue vigente en la lucha diaria por el reconocimiento de los derechos civiles allí donde estos requieran ser reivindicados. Y reconocer su vigencia no es más que, mal que nos pese, admitir que la deuda no ha sido saldada. Podríamos llegar a reconocer, no sin cierto atisbo de ingenuidad, que el paso del tiempo ha atenuado las diferencias y, en muchos casos, ha disfrazo los modos de sometimiento directo bajo las formas sofisticadas de un poder menos beligerante aunque no menos injusto y traumático. Así, la mesa de la hermandad, la de la igualdad, la indulgencia y la justicia, arraigada en el sueño americano, no pudo reunir a todos sus comensales.
De Martin Luther King me quedo con su lucha, con el ejemplo, con los valores humanos, con el reclamo perdurable de la herencia de la nación prometida. Me quedo con su universalidad, con su intemporalidad; me quedo con la ilusión de un mundo mejor. De Martin Luther King me quedo con sus anhelos, con su sueño.