El rugby, entre los prejuicios y la necesidad de autocrítica

El rugby, entre los prejuicios y la necesidad de autocrítica

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Entre las huellas dactilares de la identidad tucumana está la pasión por el rugby. Sobre todo gracias a los éxitos de impacto nacional e internacional que alcanzaron los Naranjas entre los 80 y los 90, la disciplina se instaló como una de las más populares de la provincia, de suerte tal que hasta el día de hoy Tucumán sigue siendo una de las principales fuentes de talento en la que abrevan los seleccionados nacionales. Todo se resume en un apotegma sostenido orgullosamente por los locales y confirmado por los foráneos que vienen como jugadores o como espectadores: “en Tucumán se respira rugby”.

Por ese estrecho vínculo entre la tucumanidad y la pelota ovalada es que se sigue con especial interés en nuestra provincia todo lo relacionado al juicio de los acusados por el homicidio de Fernando Báez Sosa, ocurrido ya hace tres años a la salida de un boliche de Villa Gesell. Casualmente o no, varios de los imputados jugaba o había jugado en algún momento al rugby, lo que generó un fuerte debate sobre hasta qué punto la disciplina tenía algo que ver en ese caso o en otros episodios de violencia en patota, o si solo se hacía hincapié en la calidad de “rugbiers” para exacerbar los ánimos de la gente y generar mayor cantidad de clics en los portales de noticias.

Por tratarse de un juego con un alto grado de contacto, que exige un desarrollo muscular superior al de otros como el fútbol, desde siempre existió cierta mirada despectiva hacia al rugby por considerarlo un deporte violento y peligroso. Algunos incluso sostienen que esa violencia ínsita a la naturaleza misma del juego lo transforma a la larga en una factoría de agresores y patoteros, a contramano de la escuela de valores de convivencia que dice ser.

De otro lado están los que hacen énfasis en el caracter inclusivo del rugby (apto para toda clase de fisonomías), la transmisión de valores desde la etapa infantil y ciertas instituciones propias como el tercer tiempo, donde las asperezas del juego quedan de lado y la rivalidad se transforma en camaradería. En ese contexto, aseguran, no hay lugar para comportamientos violentos. Y si bien es cierto que se trata de un deporte brusco, las acciones están limitadas por un reglamento que castiga estrictamente las acciones peligrosas o desleales.

Hace un tiempo, LA GACETA realizó un sondeo para saber qué opinaban los tucumanos al respecto, al menos en líneas generales. Un 40% de los encuestados había opinado que el rugby efectivamente genera violencia en quienes lo practican, mientras que el 24% se había inclinado por reivindicarlo como una disciplina que transmite valores y enseña a controlar las emociones y a dominar el temperamento. El resto había concluido que el de la violencia es un problema transversal que excede por mucho la influencia de cualquier deporte.

Esta etiqueta de deporte violento se complementa con otra de larga data: la que lo tilda de elitista, reservado a las clases altas, de lo que deriva una presunción de omnipotencia sobre los “rugbiers”. Sin embargo, se trata de un prejuicio que ha quedado bastante amarillento por el paso del tiempo: si bien es cierto que los orígenes del rugby están ligados a la aristocracia y que en Tucumán hubo muchos apellidos tradicionales en la génesis de los clubes más antiguos, ya desde hace mucho tiempo es practicado por personas de todas las clases sociales en todos los rincones de la provincia y del país. En el llamado “rugby de Desarrollo” se agrupan clubes que han llevado la disciplina al interior tucumano y que se sostienen muy a pulmón, mientras que en un estrato más reciente, el “rugby emergente”, se aglutinan aquellos focos de rugby que surgen de manera espontánea en plazas y baldíos, y gracias a los cuales la ovalada ha llegado a lugares como La Bombilla, uno de los barrios más estigmatizados de la capital, o incluso al mismo penal de Villa Urquiza. Los encargados del proyecto “Un Pase a la Libertad” (UPAL) afirman que desde que se practica rugby dentro del penal, ha mejorado notablemente el comportamiento de los internos que forman parte del equipo y disminuido los índices de reincidencia, de manera similar a lo que sucedió en Buenos Aires con el proyecto “Espartanos” y con otras iniciativas de rugby en contexto de encierro.

Entonces, ¿tiene o no que ver el rugby en lo que le pasó a Fernando? ¿Los acusados lo mataron “por ser” rugbiers o “a pesar” de serlo?

En el gen argentino reside el hábito de sacar conclusiones demasiado rápido y aferrarse a una postura sin demasiado análisis, pero tratándose de un tema tan delicado conviene evitar los absolutismos. Tan desviado como pensar que el rugby es una fábrica de patoteros es creer que el rugby es víctima de una campaña de difamación y que no tiene nada que reprocharse. Sí, si tiene. Así como se motorizan acciones solidarias y positivas en mucho sentidos, también es común ver en los clubes acciones que contradicen el espíritu del deporte (faltas de respeto del público hacia los árbitros o hacia los pateadores rivales, maniobras indebidas para sacar ventaja, padres perdiendo la compostura en partidos de juveniles, etcétera) y que rara vez son sancionadas por esos mismos clubes. Al contrario, en pos de no perder un socio, se suelen apañar ciertas inconductas.

Tampoco ayudaban demasiado a disminuir la violencia ciertas prácticas habituales como los “bautismos”, que aunque pretendían ser un ritual de iniciación y pertenencia, muchas veces no eran más que lisa y llana violencia contra los más jóvenes. Y se sabe que la violencia solo genera más violencia. Afortunadamente, ya casi no se practican, o por lo menos no se traducen en castigos corporales o actos humillantes.

A partir del aberrante crimen de Báez Sosa, el rugby argentino decidió tomarse en serio la cuestión y optar por una mirada mas autocrítica. Parte de ese cambio fue la puesta en marcha por parte de la UAR del programa “Rugby 2030”, enfocado en abordar la problemática desde una óptica integral con el propósito de lograr una transformación palpable a largo plazo. Sin embargo, la iniciativa fue perdiendo impulso con el paso del tiempo, y muy poco se ha hablado de sus avances en el último año. En cambio, el tema de la violencia se ha mantenido vigente por hechos que cada cierto tiempo han involucrado a jugadores de rugby.

Tucumán no estuvo ajena al tema. A raíz de dos sonados episodios de los que participaron jugadores de Universitario y Huirapuca en 2021, la Unión de Rugby de Tucumán tomó la decisión de implementar el derecho de admisión en las canchas de la provincia. En virtud de dicha medida, inédita en el país en materia rugbística, la entidad se reservaba -con acuerdo de los clubes- el derecho de impedir el ingreso a quienes se hubiesen visto envueltos en episodios de violencia hasta tanto se aclarase su participación. Es decir, ni siquiera era necesario que se hubiera demostrado la culpabilidad.

De todas maneras, si existe una coincidencia general entre quienes atribuyen responsabilidad al rugby y quienes se la desligan es que los clubes no pueden suplantar la educación parental. En otras palabras, el rugby -y el deporte en general- puede contribuir a la formación de personas de bien, pero no puede enderezar por sí solo lo que ya viene torcido desde la casa.

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