En 2022 quedó claro, una vez más, que la política económica es política pero que la política no es magia y tiene restricciones económicas. Así se advierte al comparar el sino de Martín Guzmán con el de Sergio Massa. El primero diseñó un esquema de ajuste que fue rechazado por sectores del Frente de Todos mientras que el segundo es más duro que Guzmán pero recibe el apoyo de quienes lo criticaban.
El apoyo político es esencial. La vigencia de una medida requiere una idea de legitimidad que apoye su aplicación. También conlleva la disposición para aceptar sus costos, porque siempre los hay.
Un plan económico sostenido sin fisuras por el oficialismo e incluso por la oposición no tendrá buen resultado si contiene medidas equivocadas. Un gasto público creciente, cada vez más impuestos, tarifas insuficientes para los costos de los servicios públicos, persistente emisión de dinero para cubrir el déficit y atraso cambiario, inevitablemente llevan a la inflación, pérdida de reservas, caída en la calidad de los servicios públicos y aumento del empleo en negro. Peor si ni siquiera hay plan. Debido a eso 2022 mostró los frutos de errores, incoherencias y desconfianza.
La diferencia de Massa con los anteriores responsables de Economía es el marketing, que incluye en parte su falta de restricciones para introducir novedades y en parte la creencia de que desde el gobierno nacional le aceptarán casi cualquier cosa con tal de que no haya una crisis. Entre ellas, elegir el presente por sobre el futuro, como lo hace cuando acelera liquidaciones de soja con un dólar con anabólicos, y mentir al decir que se cumplen las metas con el FMI. Lo hizo con el “dólar soja”, que le permitió cumplir las metas de niveles de reserva por ahora pero no le garantiza hacerlo en 2023 (peor con la sequía), y al declarar que el Banco Central no financia de más al gobierno. En realidad sí lo hace, de manera indirecta.
Cuando el gobierno emite títulos de deuda una parte de sus compradores son entes públicos, como la Anses. Es decir, el gobierno se financia con el sector público. Pero además, cuando se prevé que el sector privado no renovará la deuda y entonces habrá problemas para cumplir con ella, el BCRA compra esos títulos públicos en poder de entes estatales y estos, con ese dinero recién emitido, compran más papeles del gobierno.
Así avanzó en 2022 la política económica, parche tras parche. Y para 2023 no hay por qué esperar algo mejor. De hecho, bien puede ser al revés. Será un año electoral y crecerá la tentación de atrasar el tipo de cambio, de emitir más dinero e inclusive de demorar los ajustes tarifarios.
Todo esto porque no se planteó una solución de fondo. El Estado vive en una condición de desequilibrio fiscal y monetario. Como una pequeña muestra, téngase en cuenta que cuando el Central emite al mismo tiempo absorbe parte del dinero con las Leliq, sea para reducir presión inflacionaria, sea para reducir la demanda por dólares. Pues bien, en intereses por esas letras el Banco ya paga más que el gobierno en jubilaciones.
Lo que no termina de aceptarse es el ejemplo mundial. En cualquier país de desempeño aceptable se respetan cuatro pilares: políticas fiscal y monetaria responsables, transparencia y respeto al sector privado como motor de la economía. Nuestro gobierno no adhirió a ninguno, aunque apenas si a los empujones parece resignado a buscar el primero.
Que esos pilares sean tenidos en cuenta es un sueño para 2024. Las condiciones políticas actuales no dan. Así, en 2023 el gobierno apuntará a poner parches, y es lo único que seriamente puede esperarse. Que sean de mejor calidad que los actuales es más bien un deseo de Año Nuevo.