La alarma se encendió el 31 de diciembre de 2019, hace tres años que parecen muchos más. Apenas un parpadeo a la luz de la historia, un periplo de poco más de 1.000 días que implica un antes y un después para este siglo que avanza y se reconfigura a la misma velocidad. Fue durante las últimas horas de 2019 cuando el Gobierno chino advirtió a la Organización Mundial de la Salud sobre la aparición de un virus pulmonar de origen desconocido. Se hablaba entonces de una “misteriosa neumonía”, detectada entre concurrentes asiduos a un mercado de la ciudad de Wuhan. Gente que trabajaba o que compraba allí. Al día siguiente, muy temprano aquel 1 de enero, las autoridades cerraron el mercado. Demasiado tarde.
La invasión rusa a Ucrania rompió con la omnipresencia de la pandemia al tope de la agenda global. Como si un jinete del apocalipsis -la peste- hubiera sido reemplazado por otro -la guerra- en el devenir de una época complejísima y apasionante. Época que nos toca transitar, vivir (o sobrevivir, de acuerdo a los números repartidos en la lotería del destino) y, en el medio, con tantas emociones y pulsiones juntas, analizar. En ese atolladero se mueven los cientistas sociales, puestos a explicar, a racionalizar acerca de lo que nos pasa y por qué nos pasa.
Hace tres años el mundo retrocedió un siglo en el afán por recordar qué era aquello de una pandemia, hasta desenterrar los estragos de la gripe española y sus millones de muertos. Hace tres años el mundo ingresó en un estadío de tiempo suspendido, anomalía que se prolongó durante meses que en el momento parecieron una eternidad. Hace tres años se desató una pulseada entre pensadores: de un lado, los que avizoraban un nuevo orden solidario internacional, algo así como una utopía colectivista nacida del sufrimiento común; del otro, quienes presagiaban una sociedad más individualista, más egoísta, menos empática -si esto fuera posible-. Por supuesto, ganaron por goleada los escépticos.
Y aquí estamos, tres años después. Surfeando olas de un coronavirus que no deja de mutar; olas que van y vienen. Por momentos parece que la pesadilla terminó, de repente los brotes surgen y los vacunatorios se reactivan. Porque aquí también radica el espíritu de la época. A principios del siglo XIX se estructuró en Inglaterra un movimiento de opositores a la revolución industrial, que veían a las máquinas como enemigas de la producción artesanal. Se dedicaban entonces a copar las protofábricas y destruirlas. Se los conocía como luditas. La pandemia -con las redes sociales como catalizadoras- sacó a la luz una nueva hornada de luditas, cuyo objetivo no es aniquilar máquinas, sino derribar a la comunidad científica internacional que desarrolló y avala las vacunas. Estos luditas posmodernos también son emergentes del fenómeno nacido hace tres años en Wuhan.
Es curioso; el mundo ha cambiado pero no deja de ser el mismo. Algo no termina de nacer porque algo no termina de morir. Con el abecedario de la peste, la suma de todos esos términos que se incorporaron al habla cotidiana (con “barbijo” a la cabeza), hubo conceptos que se reformularon. Uno de ellos, el más preciado, el más anhelado, el más cultivado, fue el de “normalidad”. Mientras la covid-19 hacía de las suyas no había nada más preciado que el “regreso a la normalidad”. ¿Qué tenía de “normal” el mundo hace tres años y que tiene de “normal” ahora? ¿Son “normales” la miseria, la pobreza, el hambre, la desigualdad, una guerra como la que sigue librándose en Ucrania?
Ese 31 de diciembre de 2019 la historia nos interpeló a partir de aquel comunicado del Gobierno chino. Claro que el coronavirus había aparecido antes, pero siempre hay una fecha fundacional que convoca a la reflexión y sirve como divisoria de aguas. En este caso para una pandemia que no terminó, por más que nos resulte irritante recordar su vigencia y, en especial, pensarla en toda su dimensión.