Desde el mismo momento en que Gonzalo Montiel convirtió el penal que consagró a Argentina campeón del mundo por tercera vez, hubo quienes sintieron una alegría incontenible y a la vez un puntazo en el estómago por saber lo que se venía: eran los comerciantes del centro de la Ciudad de Buenos Aires, más precisamente los de la zona del Obelisco, que son los que más sufren el “lado B” de estas celebraciones deportivas masivas.
Si la concentración de gente posterior a la final ya había sido impresionante -lógico después de una sequía de 36 años en Mundiales-, la que se produjo el martes para ver el paso del plantel campeón del mundo a lo largo de la célebre avenida 9 de Julio dejó con la boca abierta a todo el mundo: cinco millones de personas repartidas por diferentes puntos del recorrido previsto, según estimaron en el Ministerio de Seguridad de la Nación, una cifra superior a la población total de Uruguay. Resultaba ingenuo creer que una multitud semejante y enardecida por el clima de festejo no dejara secuelas que lamentar.
Vidrieras rotas, puertas forzadas, kioscos saqueados, persianas bajas y pintadas, semáforos vencidos o inservibles, puestos de revistas deformados por el peso de quienes saltaban encima, plantas quemadas, montañas de basura y olor a fermentos de todo tipo en las veredas fueron algunas de las cosas que encontró LA GACETA en su recorrido matutino posterior a los enfrentamientos que se produjeron en la zona del Obelisco y que cerraron una jornada intensa y descontrolada.
“Ayer ya sabía con lo que me iba a encontrar”, contó Adriana, quien desde hace 12 años atiende un puesto de diarios y revistas en una esquina del Obelisco, a metros de la sucursal del banco Galicia de la que se robaron un cajero automático durante los desmanes. “No me llegaron a robar nada porque una amiga mía vino se arriesgó viniendo a sacar a los que querían abrirme el puesto. Gracias a ella y a Dios no llegaron a sacarme nada, pero me rompieron todo. Pude abrirlo con ayuda de un vecino”, contó. La mayoría de los puestos de la zona estuvieron cerrados. También el de Mario y Clara, una pareja de ancianos que permanecieron de pie junto a su kiosco para atender a su clientela, ya que no podían abrirlo porque el techo se había venido abajo.
“Yo ya estoy harta. Cansada, curtida. Duele mucho ver cómo 20 tipos saltan sobre tu puesto con una saña terrible y hasta que no se rompe, no paran. Es terrible, siento que estoy en una sociedad enferma, desquiciada, sin valores. Yo tengo la cultura del trabajo, pero estos no tienen idea de lo que es ganarse un mango, porque todo les viene de arriba. Acá no hay solución, es un país sin orden. Las instituciones no funcionan, la justicia no funciona”, reclamó Adriana, sintetizando el sentir de muchos comerciantes de la zona. Y agregó: “mis hijos están felices porque por primera vez vieron a la Selección ganar un Mundial, y su felicidad me llena el alma. Trato de no transmitirles mi tristeza, pero esta vez no voy a poder”.