Comer, rezar, amar, todo eso y mucho más por vos, Selección

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Si me disculpan, voy a contarles sobre mi día, sobre cómo fue, sobre cómo lo viví y sobre cómo lo compartí con la legión de argentinos que estamos en Qatar, y que todavía no podemos creer que volvimos al Olimpo. Que somos Campeones del Mundo, que alzamos la copa con Leo, con la Selección. Que somos felices aunque sea por unas horas. Que no nos importan los problemas que nos carcomen los tobillos a diario, porque este domingo nos devolvió la felicidad eterna habiendo antes pasado por todos los niveles del imaginario colectivo de las estaciones del Purgatorio. Porque como siempre nos pasa y, parece que nos pasará, si el sufrimiento no nos exprime hasta la última gota de resistencia no vale. Somos argentinos, así es la Argentina.

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Hice los deberes como de costumbre. Me levanté cansado, casi durmiendo poco y nada por los nervios, pasé por una ducha recuperadora, busqué el pantalón de la cábala que ya camina solo y el buzo con el escudo de la AFA que usé en cada uno de los partidos de la Selección en el Mundial. Controlé tener todo lo necesario para laburar y, como suele pasarme, me olvidé algo importante pero lo supe solucionar sobre la marcha como la Selección, ¿vieron? Bueno, así.

Hubiera deseado darle un fuerte abrazo a Guillo, quizás uno más fuerte y sentimental que el que nos unió en Lusail. Ya éramos campeones, pero yo me sentí en el debe por no haberlo abrazo así antes por la mañana, después de que me contara que Juan Carlos, su hermano mayor, el más bueno sobre la tierra, según me contó -y yo le creo-, se fue de imprevisto al cielo, justo horas antes de la final y cuando los nervios nos rodeaban como lobos hambrientos.

Pasó que dividimos las aguas, nos separamos como siempre en Doha. Fuimos y somos, porque seguimos acá, una pareja que se saluda a la mañana y que a veces se reúne para la cena por la noche, siempre cuando las persianas de los restaurantes del emirato suspiran bajando sus persianas. Les juro que yo no quería que el día fuera así, dejarlo solo con tanto por decir, quizás por llorar.

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Caminé como de costumbre, enfilando hacia la zona del Zoco, a tantear cómo venía la cosa. Y la cosa ya no era cosa, era colapso. Largas colas de espera en la puerta de la estación del metro de Souq Waqif me empujaron hacia la estación de buses improvisada para hinchas frente al museo islámico. Me fui tentado siguiendo los pasos de tres camisetas, dos de Mbappé y una de Varane, juntas a la par: papá en el medio y los hijos cubriendo los flancos.

Les habré sacado unas tres fotos y seguí avanzando detrás suyo hasta que la coincidencia del cuentagando de pasajeros hizo que compartiéramos el bus, un bus plagado de camisetas con el 10 de Leo pero que ninguno de sus dueños exhibía pasaporte argentino. Todos extranjeros, todos de la zona o un poco más allá de Medio Oriente, haciendo sonar el “Vamos Messi, vamos aryennnnntia”.

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Cedí mi lugar a unos cuantos comensales, a los más apurados por ganarse subirse al bus. A ver, había lugar para todos, porque éramos 33 los que estábamos allí en un bondi con capacidad para 33, pero bueno había que comprender las ansiedades. Casualidades o no, el único lugar disponible fue precisamente al lado de este señor con la camiseta de Mbappé.

El bondi se movía a paso de tortuga, casi no avanzaba y para colmo había tomado una ruta alternativa más larga. De hecho, nos despedimos del estadio 947, lo vimos grande como es, pequeño cuando nos alejamos y desaparecer como sucederá después de este Mundial.

No sé por qué, pero con tanto tiempo por delante cruzamos palabras con el hombre de la camiseta de Mbappé. Juan Pablo es francés, pero vive en el Distrito Federal de México, es notario y tenía planeado el viaje a Qatar -hace ocho meses- con sus hijos, a partir de los cuartos de final con Inglaterra, partido que se quedó con las ganas de ver. La idea era venir con su esposa y su hijo más pequeño (de 6) también, pero vieron cómo es la vida. La pareja venía haciendo un esfuerzo por recuperar el amor, lamentablemente no pudo ser. “Firmamos el divorcio antes de venirme para acá con los niños”.

Juan Pablo, el de 9, tiene buen regate, me lo mostró su papá en unos videos. “Quiere ser futbolista”, me dice y también aclara. “El estudio no se negocia, igualmente sé que es capaz de hacer las dos cosas”.

Demoramos algo así como hora y cuarto en estacionar en la parada del Boulevard Lusail. “Que gane el mejor, están parejos los dos. Pero si llegamos a ir a los penales, ahí sí que lo gana Argentina. El Dibu es imparable”, fue el mensaje premonitorio de lo que veríamos unas horas más tarde.

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Decidí abrirme camino bordeando el boulevard que, literal, estallaba de gente. No cabía un alfiler. Era el Día Nacional de Qatar, por lo que acercarse hasta Lusail también fue como una especie de celebración, para los que tenían entradas y para los que no. Había mucho más de 100.000 almas repartidas entre bares, restaurantes y paseando por esta fenomenal zona futurista.

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No hacía falta prender el detector de sensaciones para saber quién era argentino de nuestra tierra y el argentino adoptado. Los nervios corrían de otra manera.

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Pasé por los controles de seguridad de siempre, sonó la alarma como siempre y me dijeron “pase” como siempre. Pasé por el centro de prensa y salí volando, no cabía un cabello más.

Me corrí para la zona de fumadores, prendí un pucho, traté de relajar un poco y recién ahí me mandé hacia el quinto piso donde me esperaba mi lugar de privilegio para ver la final del mundo.

Ya no podía manejar el cuerpo. Era anarquía total. No cabían las órdenes, sí las negociaciones entre cada paso dado. Entonces pasé por el bar, compré unos panchos, para mí y para Guillo, y me senté en la cancha a esperar la ceremonia inaugural, un verdadero show de 15 minutos que nos llenó los ojos a todos.

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No me voy a detener en el partido, seguro ya leyeron crónicas, se vieron todos los videos en las redes y están un poco empachados. Me voy a detener en los goles, en cómo los gritamos y en cómo sufrimos los de Mbappé.

Entonces a nuestras almas volvía el desgarrador meme que decía “somos Argentina, y si no se sufre no vale”.

El gol de Leo en el alargue nos regaló la ansiedad de los segundos finales. El penal de Montiel, la desesperación del empate; y la atajada de sobre la hora de Dibu esperanzas de que llegábamos a los penales.

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Y ya en esa instancia nos olvidamos del pasado y nos abrazamos a este demente hermoso llamado Emiliano Martínez. A sus atajadas y a los goles de Leo, Paulo, Leandro y Gonzalo, el Montiel que nos abrió la última puerta hacia el Olimpo, y al recuerdo de Juan Pablo. Que lo ganábamos en los penales.

También me abrió paso al abrazo que debí haberle dado a Guillo por la mañana. Fue una mezcla de dolor y alegría, cuando nos dijimos, “somos campeones”.

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