Nunca escribí una crónica con la cara bañada en lágrimas. Casi no veo las teclas, la pantalla es una mancha borrosa. Les pido disculpas amigos lectores. Nunca escribí una crónica con tanta emoción en la piel. Me cuesta pensar. Miro a Messi con la Copa en alto, los fuegos artificiales estallan, alguien me abraza, nadie quiere que este momento se termine. Que dure para siempre, porque estamos en el cielo. Bienvenidos a este cielo poblado de estrellas, desde esa supernova refulgente que lleva el 10 en la espalda hasta el último trabajador de la victoria. Bienvenidos a esta Qatar tan extraña que ahora es un hogar. Cierren los ojos e imaginen que están acá, que los gritos de felicidad que explotan en casa son los mismos del estadio. Cierren los ojos y disfruten este cielo tricampeón, y después ábranlos para mirar esta fiesta hermosa.
Me permito cometer una transgresión periodística, sé que no se debe, pero el momento es único y lo merece. Otra vez pido disculpas. El sábado falleció mi hermano, el mayor. Se llamaba Juan Carlos y era el hombre más bueno del mundo. A la distancia, a miles de kilómetros de pura impotencia, sé que todo tiene una razón. Alguien se anticipó para preparar en el cielo el festejo digno de un campeón. Entonces miro bien arriba, infinitamente más allá de este estadio Lusail que jamás olvidaremos, y las lágrimas también proporcionan paz. Esta bendita Copa que alza Messi es para todos; para los que están y para los que no están. Argentina, nunca lo olvidemos, también puede ser una gran familia.
No me pida que ahora, en estas líneas, analice el partido. Para eso las pulsaciones tienen que atemperarse, retomar algo de normalidad. Hablaremos de esta final por los siglos de los siglos y la veremos en un millón de repeticiones. Ahora, ya mismo, los jugadores están en la cancha saltando, cantando, bailando, unidos con la hinchada. Han logrado que todo un país se identifique con ellos por lo que juegan, sí, pero fundamentalmente por lo que generan. Argentina aprendió a amar a esta Scaloneta que es puro sacrificio, puro compromiso, y que fue capaz de cumplir el mayor de nuestros deseos. Porque la Selección, esta Selección que es de todos, nos ha llevado al cielo. Bienvenidos, una y mil veces más.
Messi es un niño de 35 años en este preciso instante. Le han entregado el premio al mejor futbolista del Mundial y despacito, como una travesura, se detiene frente a la Copa y le da un beso. Y otro. Y otro. Qué afortunados somos, queridos lectores. Qué privilegio este de contar con un líder recto, honesto, simple y al mismo tiempo genial. A Messi le ponen una capa digna de un jeque y despacito se acerca a sus compañeros, con la Copa en la mano, para levantarla y, juntos, subir por la escalera al cielo. ¿Volveremos a vivir algo similar? No lo creo, me parece irreal de tan maravilloso todo lo que está sucediendo en Doha. Tantas camisetas albicelestes, tantas risas, tantas familias, tanto amor puro e incondicional. Un amor que merece el cielo.
Afortunados sean los neutrales, porque asistieron a una de las finales más apasionantes de todos los tiempos exentos de sufrimiento. Para los argentinos fue un purgatorio que, ya visto a la distancia, tuvo su costado delicioso. Pero, ¿sabe una cosa? Perder este partido habría sido una injusticia descomunal. Siempre fue de Argentina, y si los franceses lo empataron fue porque les sobra jerarquía y porque la Scaloneta fue fiel a su costumbre de pagar carísimo sus distracciones. Tremenda injusticia habría sido ver a Mbappé con la Copa después de que la Selección hizo todo lo que debía y más. Pero en este cielo qatarí, cuando la Navidad de 2022 ya toca la puerta, no hubo espacio para las traiciones del destino. Debía ser de la Selección porque lo quería con el alma y con el alma buscó el triunfo de principio a fin. Y por eso en este cielo San Dibu tiene una nube VIP toda para él.
Esto es histórico hasta la médula. La Selección ha llevado al fútbol nacional al cielo por tercera vez. De la mano de Kempes, de la mano de Diego, de la mano de Lio. Jamás estuvieron solos en ese camino del héroe, descansaron en conductores sagaces y en compañeros de elite. Lionel Scaloni debutó como director técnico y en el primer trabajo que consiguió salió campeón mundial. Él también llegó a su cielo privado, unido al Pablito Aimar de la emociones fuertes y al perfil bajo de Walter Samuel y de Roberto Ayala. Scaloni ha ingresado a un club del que sólo eran socios César Menotti y Carlos Bilardo. Los tres son nuestros, basta de grietas estúpidas. Los tres están arriba.
Aquí, en Doha, se ha producido un fenómeno que ya queda en manos de los antropólogos. Todo un pueblo, exótico en sus modos y cercano en su simpatía, se encolumnó detrás de la Selección. Asiáticos, africanos, una hinchada acrisolada en el grito, desde la India y Bangladesh a los confines del Congo. Hemos encontrado en la más impensada de las regiones una porción enorme de argentinidad. Los vemos celebrar como si hubieran nacido en Villa Alem o en Famaillá. Ellos también fueron parte de esta travesía al cielo, lo tienen más que merecido. Se hicieron uno con las decenas de miles de compatriotas que se endeudaron hasta quién sabe cuándo para estar acá. Y no les importa. Están en el cielo.
En algún momento las lágrimas se secarán y seguiremos adelante. La vida es esto que está pasando mientras Messi y los suyos se vuelven locos de alegría. Nosotros también, es nuestro derecho. Se anticipa una noche interminable en Doha, a nadie se le ocurre eso de dormir. Los hits de la tribuna suenan y suenan, es la banda de sonido en las alturas. Alguien me da un beso en la frente, otro me filma a la distancia. Ya se acaban los adjetivos, cuando las palabras se tornan huecas es mejor frenar en procura del punto final. Es ahí, a un puñado de metros de estos merecidos campeones del mundo, que entendemos que el cielo no puede esperar. Está acá, en el corazón.