Inventarse una vida en La Provence

Inventarse una vida en La Provence

18 Diciembre 2022

Yo siempre he trabajado para la familia. Siempre. Asegura Pierre, el de los ojos moros y la mirada grave. Bebo sus palabras entre sorbo y sorbo de mi Lemoncello mientras el permanece de pie frente a la mesa. Hace ya cuatro días que me he inventado una vida francesa en donde me balanceo en esta dolce farniente como en un columpio. Los momentos del sol acompasan mis jornadas y en la noche, salgo a deambular junto a los gatos del pueblo o tomo gelato al borde la fuente de esta fortaleza cuyos muros exudan hiedras y flores. Saint-Paul-de-Vence es una población y comuna francesa, en la región de Provenza-Alpes-Costa Azul, departamento de Alpes Marítimos, en el distrito de Grasse y cantón de Cagnes-sur-Mer-Ouest. Aquí vivió y está enterrado Marc Chagall apunta Wikipedia.

En la Rue Grande, pululan las galerías de arte y los negocios de baratijas provenzales. Aprendo que, entre las calles de piedra, unas iguales la otras, la mía tiene la boca carnosa de Brigitte Bardot: desde un atelier de Arte Pop su media sonrisa de sus rasgos gatunos me indica el camino a casa. Cada noche dibujo con los pies los caminos de mi propio laberinto interior del que emerjo en la Roma de siempre, el Café de la Place en donde aperitivo mediante, me entrego al vagabundeo diletante: o bien estiro la oreja, o abro los ojos, según corresponda, para hundirme en existencias ajenas. La vida soñada de los otros. Hace 50 años que trabajo en el café, suelta Pierre, el mozo, la segunda o tercera noche de ronda, en que sentada como en el teatro escruto a unos turistas americanos jugando torpemente a la pétanque, en la Place Charles de Gaulle, la plaza en cuestión. Debemos ser pocos los que hemos tenido un solo trabajo. Mientras reflexiona en voz alta, sus murallas, que parecían de piedra se desmoronan lentamente como si fuesen de sal. Asoma tímida su alma. Entonces, los sirvió a todos. Sí, dice módico, a todos, Yves Montand, Simone Signoret, Mohammed Alí, Lino Ventura, Jean Paul Belmondo. Todos venían aquí y yo los servía, asegura como indiferente. ¿Y tiene alguna anécdota sabrosa para contarme? Mi asalto intempestivo fuerza a mi interlocutor a izar nuevamente el puente levadizo, a cerrar compuertas, a ponerse a resguardo en la torre más alta de su ciudadela interior. No, responde y se va. Más tarde habría descubierto mi necedad: la mejor historia de Pierre es su propia historia de ultramar. Quedo sola frente a la noche hora en que la letanía de las cigarras provenzales ha callado, aunque no las charlas livianas a mi alrededor. Ahora mi pensamiento se evapora en hipótesis estériles: soy extranjera, soy turista, soy por lo tanto una exiliada del canto de las cigarras, las partidas de bochas y las eternas tertulias bajo el gran tilo. Inesperadamente me invade la nostalgia de lo que nunca sucedió, la peor de todas según Sabina.

La urdimbre de las horas se teje en el tiempo eterno del pueblo en el que nos mecemos sin agitación y que comienza con el repiqueteo de las campanas para seguir en el desayuno entre baguettes, mermeladas Bonne Maman y decisiones: ¿Ponemos norte hacia las bocas del Ródano, Arles, Aix y Saint Remy tras los pasos de Van Gogh, Gaughin o Cézanne o bien caracoleamos entre los Alpes Marítimos: Cagnes, Grasse, Nice, Cannes, Cap Ferrat, Antibes, Mónaco, siguiendo las huellas erráticas de Matisse, Picasso, Chagall, Bonnard, aquellos pájaros regionales? Un océano de dulces posibilidades ofreciéndose ante nuestras manos dubitativas. ¿Qué hacer? ¡Que dilema! ¡Iremos a Mónaco! Y entonces será atiborrar de quesos, fiambres, salchichas, panes y abundante agua nuestras alforjas para luego bajar por la calle principal como un cortejo compacto: la madre, el padre, la sobrina, la escribiente. Escenas de la película El castillo de mi madre, basada en el libro del magnífico escritor provenzal Marcel Pagnol desfilan ante mis ojos. Como cuando su familia, cargada de petates, emprendía la larga marcha estival desde el Luberon para instalarse durante el verano en las colinas del Garlaban. Es que antes de existir en la realidad la Provenza, existía para mí en miles de imágenes, de los libros leídos y no leídos, Pagnol, Giono, Mayle, y también de las películas reflejando una vida simple y feliz: La fortuna de vivir, Jean de Florette, Manon del manantial.

PACA, Provence Alpes Maritimes Cotes D’azur, 250 kilometres separan de este a oeste esta cornucopia de montañas campos y mares. Al tercer día descubro entre las rotondas ominosas que nunca llegaremos a aquella otra Provenza, la de Van Gogh, la de los campos de lavanda, los girasoles, los lirios, los campesinos a la hora de la siesta. La de la noche estrellada de Saint-Paul de Mausole. La voz dulce de las cigarras se me hace entonces plañidera, las flores mustias, el azul del cielo lloroso. Hoy no habito en la región feliz de Pagnol, hoy me balanceo en las líneas desesperadas de Bonjour Tristesse, de Francoise Sagan, las que describen con belleza arrobadora los paisajes deslumbrantes de la costa azul.

Es un más allá lejano, remoto, improbable. Pero un pensamiento me rescata de mi morosidad interior: para mi toda la región no es un puñado de geografías locales: el Var, el Vaucluse, la Camargue, los Alpes Marítimos, un mosaico regado por las aguas generosas del Ródano. Para mí la Provenza es un clima espiritual.

A la tardecita, sin embargo, el pueblo depondrá los restos de su resistencia: frente a cuatro Kir Royal cumpliremos con el rito del regreso: brindaremos por la vuelta en el pequeño salón de la Colombe d’Or donde como cuatro polizones recorreremos su comedor, sus pasillos, su “terrasse” en donde Picasso, Matisse, Léger, Calder, Miró comían con Roux, su dueño, quien con ojo de marchand notable, les pedía una obra por un plato de ratatouille y algunos vinos de la casa.

Esta es la última noche. Frente a la muralla norte la postal nocturna se compone de estrellas girando a lo lejos, cipreses perturbadores, una luna roja y siluetas de casitas sobre colinas amables. Llega la hora de la epifanía: esta es mi noche estrellada y entonces lo sé: cada molécula de mi cuerpo es provenzal.

© LA GACETA

Solana Colombres - Escritora. Profesora de francés.

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